jueves, 5 de agosto de 2021

Montaña

 

Ejercicio para la Ausencia Tuxtla,

 18 de junio 2021

Me leo ahora y no me reconozco,

una vez me seguí

caminando hacia la montaña…

me perdí por un rato,

y creo que aparecí en alguna parte de la Gran Vía,

en la Plaza  Cibeles,

o a medio camino de Chupaktic.

Un día el miedo se descolgó definitivamente de mis ojos

y a partir de entonces apenas me reconocí,

desde entonces he sido una cabra loca,

desbocada,

saltando por el monte,

luego fui refugio y sosiego, para mí.

Y hoy, ahora,

ya no necesito de un Jack Keruac,

ni de lo que imaginé sobre su amor compasivo,

de lo que soñé sobre su budismo envolvente.

La vida hoy late fuerte debajo de mis párpados,

porque una noche lancé un río de palomas,

porque bailé desnuda hasta tener los ojos bizcos,

dancé hasta dejar de ver, y hasta caerme.

 Y hoy pienso

 que releer los versos de esta libretita vieja

es también visitar, transitar, habitar, una montaña

es también subir un monte,

y confirmarme gata, loba, coyote hambriento, y pájaro.

Hay letras en las que ya, apenas me reconozco

pero pareciera que aún puedo oler esas tardes de lluvia

y debajo de mis dedos, ese olor a falta de esperanza, y de fe.

Me alegra estar aquí,

me alegra haberme salido del sendero,

me alegra haberme perdido en este bosque,

me alegra haber enterrado mi sangre debajo de las hojas

¿ocultando mi olor o marcando mi rastro?

me alegra ser quien soy ahora,

y tener mucho más que miedos aquí adentro.

Me alegra haberme dejado ir, a rienda suelta,

rodando cuesta abajo,

suelta por el río.

 

Aché, hoy soy hija de yemayá,

rompí la fuente contigo,

vengo de la tierra y del agua,

soy lodo, y soy barro,

vengo de mí, vengo de ti, vengo de todo,

vengo, me vengo.

Soy florecita de agua, violetita, nomeolvides.

Muy caminadora, muy de la fluidez,

muy gotita de agua.

Una vez los tambores sonaron

la luz de junio entró por la ventana,

la luz de junio, y sobre mi cabeza una corona,

sobre mi garganta, una flama.

Fui lavada y limpiada.

Aché florecita de agua,

esta noche seré loto.

Recuerdo el camino dorado

lo traigo grabado a fuego, aquí en la memoria,

recuerdo el camino del fango hacia la luz.

 Y está bien si hoy apenas me reconozco,

está bien no saber en qué punto me perdí

para encontrarme aquí, hoy, ahora,

tan debajo de la línea

tan sumergida en el lodo

tan siendo parte del lodito sagrado.

Recuerdo el mantra:

“mi cuerpo es tan frágil como una burbuja

sobre el agua”.

Montaña hoy miro hacia ti,

me postro ante tu magnificencia,

escucho cuando me hablas,

te siento crecer bajo mis pies,

siento tu corazón reverdeciendo.

Gracias por dejarme visitar tu torrente sagrado

permíteme ungir a tus hijos, tus hijas,

permíteme acudir al llamado una vez más,

una vez más la loba,

una vez más mamífera,

una vez más la gata.

Una vez más los ojos cerrados,

tapados por las plantas de mis manos.

Una vez más el azul intenso y el verde profundo.

El verde fantástico inundándolo todo,

aquí adentro,

una vez más, adentro, fuera, afuera

siendo parte del todo, siendo un fragmento,

siendo un trocito de amor y de luz,

siendo del color de la montaña.

Gracias.

 

 


 

Orquídea Bezares

En el sueño...

En el sueño, sueño que sueño,

y en el sueño, esto es más que simple palabrería.

En el sueño Shiva tiene siete cabezas,

todavía.

En el sueño su danza es murmullo,

el murmullo, en realidad, es canto y rezo.

Los cantos

también se tambalean aquí adentro,

aquí  retumban.

¿Me arrullan o me despiertan?

Los sonidos hipnóticos nos mantienen en duermevela

A él lo hacen danzar,

Son sus movimientos

lo que nos mantienen dormidos

¿o despiertos?

En esos pies se sostiene el equilibrio del mundo,

La luz se teje en el deslizamiento de sus piernas 

Y el caos se esconde en su deslizamiento.

 

En el sueño no hay franja de Gaza

En el sueño no existe ese jardín perverso

que nos conduce de Irán a Irak,

de Catar a Acteal,

en el sueño todavía no hay esquirlas dentro.

 

En el sueño yo tengo los dientes negros

Y los pechos pálidos, cargaditos,

 llenitos,

pesados de  leche negra,

porque mi carne también es negra

pero no se despedaza.

 


 

En el sueño,

sueño al sol,

 posada,

colgada,

con las semillas dentro,

con la piel madura de higo al viento,

con el olor dulce de breva tierna.

 


 

A mí tampoco me pasó nada


Del diario de una gata-perra

Febrero 2019


 

A mí tampoco me pasó nada. Pero recuerdo que tenía unos cinco años y estaba jugando con un tío cuando de repente me tiró sobre la cama, beso mi cuello y mi cara, restregó sus genitales sobre mi cuerpo. Recuerdo la sensación, sentía la cara muy caliente y roja, como aún me pasa cuando a veces hablo en público y siento que demasiadas personas están mirándome; Vergüenza. Supongo que lo que sentía era vergüenza.

Mi madre estaba en la habitación de al lado, en la cocina. No sé exactamente que vio al entrar, pero me sacó del cuarto y me hizo prometerle que nunca más estaría con él a solas, que nunca más jugaría con él. En efecto, esa fue la última vez que eso ocurrió, porque a fin de cuentas yo era una niña obediente y buena, que nunca se olvidó de lo que había prometido, y que nunca, ninguna noche, olvidó ponerle el cerrojo a su puerta. Bloquee el recuerdo durante mucho tiempo pero me acostumbré al miedo, ese que mi madre también había sentido cuando me contó que a los quince años un tío trató de abusar de ella. A ella nadie le creyó. Por el contrario, a mí no me pasó nada, gracias a ella, gracias a la continua alerta en la que me mantuve desde los cinco años. Después lo recordé de pronto y me pregunté si será que habría ocurrido más veces, antes, pero mi memoria permanecía oscura como el interior profundo de un lago. Incluso me pregunté si no sería un recuerdo falso, mi razón lo bloqueaba a pesar de que mi cuerpo recordaba la sensación exacta, quemándome la cara de vergüenza.

A mí tampoco me pasó nada, pero cuando tenía nueve años mi papá me sentó sobre sus rodillas  y comenzó a decirme que era -una niña muy guapa. Metió sus dedos en mi boca, colocaba sus dedos pulgares de forma extraña hacía mi paladar. Sentí una sensación rara. Un conejo asustado me saltaba dentro en el pecho. Corrí hacía la cocina y me quedé con mi abuela el resto de la tarde.

A mí tampoco me paso nada. Pero ese noviembre tenía unos quince años. Me encanta noviembre, sus altares, sus fiestas, los disfraces, mi cumpleaños. Aun era media tarde. Llegamos borrachos a la casa de mi amigo, él ya estaba bastante mal. Al llegar vimos que su hermano mayor estaba cotorreando con unos cuates. Sentí un ambiente bastante extraño, los sucesos son confusos, sólo sé que de repente me preguntó si me gustaba que me dieran por el culo. Los otros chicos se rieron mucho. Yo aun era virgen, tenía quince años. El porno a mí no me había educado así que ni siquiera me percaté de lo típico y ordinario que podía ser su comentario. Sólo sé que me enojé, me enojé muchísimo y tiré de un manotazo todo lo que estaba a mi alcance, recuerdo unas revistas y unos discos colocados sobre una repisa. Vi las cajas quebrarse. Yo odiaba que se rompieran las esquinas de las tapas porque luego los discos ya no podían cerrarse. Salí y me encerré con llave en el cuarto de mi amigo, el seguía bastante mal, me quedé unas horas ahí y estuve ayudándolo a vomitar.

Su hermano mayor era amigo de todos en el pueblo. A mí después de ese episodio siempre me dio asco. Se murió años más tarde ya en una permanente sobredosis alcohólica y con el cuerpo entumecido de solventes.

Recuerdo que una amiga me dijo unos días después que lo había escuchado decir en una fiesta, que él con algunos de sus cuates me habían cogido por turnos, penetrándome por todos lados. Me dijo que no lo creyó, ella era una amiga cercana y sabía que yo ni siquiera era sexualmente activa. Me contó, para que lo supiera, me dijo que todos sabían que eran unos pendejos, que no les hiciera caso y que lo bueno es -que no me había pasado nada-.

Esa no fue la única vez que eso pasó recuerdo perfectamente a otros dos tipos, con los que apenas había cruzado un reglamentario -hola- que dijeron casi exactamente lo mismo. Recuerdo que también escuché que inventaron cosas, justo de esa amiga que me había contado, pero al fin de cuentas eso era lo de menos, en términos reales nada había pasado y esos solo eran discursos de adolescentes tontos.

La virginidad me seguía pesando. Y entonces por fin pasó algo, yo era rolliza y tenía 17 años, él tenía 25, una moto y era bisexual. Me parecía hermoso. Yo quería que ocurriera, lo deseaba. Pero en ese momento fue un –no- rotundo, pensé y oí la voz de mi padre diciéndome que mi mamá era una puta, que no era virgen cuando la conoció, que tuvo un aborto voluntario, diciéndome, bombardeándome... Me sequé, me cerré, luché, y cuando vi que no era un juego dejé de resistir y hasta pensé en qué podía hacer para que terminara todo más rápido. Al día siguiente tenía las piernas llenas de moretones. Por supuesto, eso no tuvo nada que ver con una violación; Claro que siguió ocurriendo, porque el chico me gustaba mucho, porque ya no tenía qué perder. Incluso fui perdiendo el miedo y me solté porque con él estaba aprendiendo mucho.

El cuerpo tiene memoria. Y lo que nos termina de matar es el silencio. Si nuestro nido es un lugar peligroso en el que para sobrevivir hay que naturalizar el miedo, las familias que luego vamos tejiendo, pueden volverse también mecanismos de silenciamiento.

Lo bueno es que yo he sabido poner límites, porque tampoco me ha pasado nada cuando amigos muy cercanos, compas- todos con parejas o novias- , se pasan un poquito de copas y sin que yo haya dado un sólo un indicio, se sienten con el derecho de besarme o de manosearme. Lo bueno es que se parar, y controlarme, y decir de una buena manera –te lo agradezco, pero no- para no terminar con malos rollos.

Si algo me molesta es el victimismo, por eso prefiero decir que a mí tampoco me paso nada.  Y porque socialmente nada es grave –no pasa nada- no te pasa nada, hasta que no apareces violada, y/o bañada en sangre, quemada, cubierta de ácido, dislocada, mutilada, cortada, dañada, hecha pedacitos en unas bolsas o sencillamente, un día ya no apareces.

Lo que pasó, no es nada, pero me ha hecho fuerte. Por eso camino de noche con las manos empuñadas. En una el gas pimienta, abierto, listo. En la otra, las llaves de casa y del coche, con las puntas de las llaves colocadas hacia arriba, puestas en medio de los nudillos. Ayuda también poner cara de perra, de perra loca, perra rabiosa, perra en celo, defendiéndose. Camino y pienso: si se me acerca lo tumbo, -si se me acerca lo tumbo-. Nunca en la calle he sufrido un ataque sexual. Soy afortunada. Camino alerta, soy pequeña pero ya no me siento débil. Camino con seguridad y hasta con rabia, ya he transitado del perfil de víctima.

Los cuerpos tienen memoria; por eso ahora me cuesta abrirme, por eso a la rabia la precede la culpa. Por eso ahora me toca barrer toda presencia de personas que me hubiera gustado que se quedaran, porque me digo en voz alta que sólo saco la basura, cuando en realidad la basura también está aquí adentro, ha manchado las paredes, y a veces me pregunto si me equivoco, a veces todo es confuso, y surge niebla, miedo, asco y patrones de transferencia. Y todo resulta aún más inquietante cuando por lo bajo pienso (no sea que alguien escuche siquiera el sonido de ese pensamiento): como me gustaría que te quedaras.

Por eso digo de nuevo que no me pasó nada, porque me niego a ser otra vez la víctima y porque no me gusta saberme en desventaja. Focalizo la parálisis en la indefensión programada.

Los cuerpos que históricamente se han dibujado indefensos son los de las mujeres. En el imaginario social los niños no tienen “sexo”, son seres neutros, y por lo tanto seres indefensos por igual. Pero desde la adolescencia son sólo los cuerpos de las mujeres y los cuerpos de hombres “feminizados”, sólo aquellos que por sus características físicas se parezcan más a un cuerpo “femenino”, los que serán objetos, “cosas” con las que se puede jugar siendo más o menos violentos. Son los cuerpos sobre los que puedes ejercer dominio en escalas múltiples, variadas, porque a fin de cuentas sólo somos nosotras las que vivimos con miedo pero –no pasa nada-, vivimos para contarla. Somos nosotras las que aparecemos muertas, si es que aparecemos y somos nosotras las que desaparecen, así, sin que siga pasando nada. 

 

El gato

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