Cuando abrí los ojos ya estaba en el café. La primera sensación extraña fue la de contemplar la escena en blanco y negro, pensé que quizá me había vuelto perro y observaba apoyada en cuatro patas. Intenté localizar un espejo, aunque no recordaba haber visto ninguno en días anteriores. Apenas había comenzado cuando la estantería me distrajo, el mueble viejo era el de siempre, las mismas puertas de vidrio fino, pero hoy no guardaba libros y revistas. Sus puertas abrigaban a cientos de muñecos. Eran pequeños, estaban hechos de tela, su ropa contenía combinaciones infinitas. Su rostro estaba en blanco, no tenían orejas, no tenían ojos, pero mostraban claramente que no se trataba de un descuido, podían verse los labios debajo del cierre metálico que estaba cosido sobre ellos. Me alejé de prisa, preguntándome como había podido adquirir esas dimensiones colosales, la torre de muñecos ascendía hasta el infinito, hasta esas luces blancas y brillantes que me hicieron entrecerrar los ojos.
Entonces vi las mesas redondas y pequeñas, la vela encendida sobre ella como cada día, la inestabilidad de las patas de las sillas, su incomodidad… pero todo parecía haber crecido sin medida ¿quizá era yo quien había mermado?
Cerré los ojos, me esforcé en concentrarme, mi cuello comenzó a deslizarse, a lanzar mi cabeza hacia arriba, tan alto que pude ver la imagen desde el techo. Así desde arriba, en vista aérea, te reconocí. Ahí estabas con el sweater grande, con el pañuelo anudado alrededor del cuello, sostenías como siempre el libro entre tus manos. Incluso estaba ahí sobre la mesa el trozo de tarta de manzana.
Tus labios se movieron lentamente y entrecerrando los ojos repetiste:
“El amor es el silencio más fino, m-a-as fin-o-o, fin-o-o.”
El eco crecía, destrozaba las palabras, las deformaba en vocales con vida propia.
Entonces me di cuenta de que mi cabeza descansaba sobre las luces de neón. De nuevo hice un esfuerzo, cerré los ojos. La habitación comenzó a girar. Mi cabeza se acercaba con movimientos circulares, mientras yo intentaba guardar esa escena en espiral, esa visión de trescientos sesenta grados. Por fin estaba ahí, sobre la silla, frente a ti, frente al libro de poesía. Sentí que la tarta olía a carne, a grasa quemada, percibí ese olor de sangre ahumada, un olor ligeramente dulce. Intenté abrir los labios para decírtelo, para decirte que hoy todo era sumamente extraño, para decirte que quiza me habia despertado concabeza de perro, pero que el pay de manzana oliera a res era impensable. Me esforcé en vano, la garganta me ardía . De mi boca no salió ningún sonido.
Te miré con desesperación. Mientras decías:
“Los amorosos son locos, sólo locos, s-o-l-o-o l-o-o-c-o-o-o-s.”
Mi cabeza comenzó a girar de nuevo, sin que pudiera ejercer ya ningún tipo de control. Escuchaba tus frases entrecortadas
“sin dios ni diablo, llorando porque no salvan al amor… encuentran alacranes bajo las sábanas, en la oscuridad abren los ojos… no encuentran, buscan… y les cae en ellos el espanto. Juegan el largo, el triste juego del amor… si se duermen se los comen los gusanos”
De nuevo hice un esfuerzo en vano por gritarte, decirte que quizá tenían razón los que decían: que el café “infierno” no era un sitio bueno, que el ambiente estaba cargado de incienso, de hambre y de deseo, que la penumbra era mala compañera. Pero corromper de esa forma el poema de Sabines era imperdonable. Quería que dejaras de leer. A mi mente subió una furia ciega, entonces la aguja del tocadiscos se detuvo, repitiendo la nota de Billie Holliday una y otra y otra vez. Tu lengua dejaba caer las palabras con pesadez mientras repetías lentamente
“s-o-l-o- l-o-c-o-s, s-o-l-o l-o-c-o-s”
Sentí que un miedo frío me recorría, y una mano avanzaba hacia mi boca, tus ojos fijos en el café sin terminar no la veían, no veían mi callado grito de desesperación, mi grito agudo, en silencio, doloroso, mientras cosían ese cierre metálico sobre mis labios y mi cuerpo se disolvía despacio, despacito, dejaba de doler, se aguaba.
orquidea psicopata