martes, 25 de octubre de 2011

Tengo Hambre




Tengo Hambre

Renata vivía en la región más apartada, una ladera  resguardada tras las montañas en la frontera del país. Su madre le enseño la época de siembra y también le dijo cuando cosechar, le dijo que la vida era cíclica, igual que la vida de las plantas, la mancha oscura en su sexo y la migración de las aves. Eran astro eterno, que gira incesante y se repite  a cada año en la floración de los granos y el nacimiento de los insectos. Pasaban los días sentadas viendo al norte, viendo la puesta de sol.
Un día su madre cayó enferma, desde el lecho de muerte le susurro otra vez la historia del viajero que un día  pasó, durante el  invierno,  dijo: tengo hambre; y se quedo ahí hasta su muerte, pocos meses después de que los bendijeran en el templo. El templo, las decenas de niños que algún día corrieron por ahí, todo tenía un sabor metálico, añejo. Renata saboreaba las palabras, intentaba imaginarse si algún día le ocurriría ella, si ella también daría de beber a un viajero fornido y sediento, si ella también algún día observaría a la gente yendo al río con sus tinajas cargadas de agua.
Renata se quedo sola con ese montoncito de palabras, que amasaba  y echaba a rodar, se quedo sola y  siguió mirando al norte, viendo los pájaros mientras esperaba. Intentaba imaginarse a un hombre, pero hacía tanto que no veía a ninguno.
Continuaba la polinización de la plantas, seguían los vientos fríos, regresaban los días más cortos y Renata murmuraba esa frase gastada que seguía resplandeciendo, retumbaba en sus oídos.
Pasaron varios años y al fin apareció un viajero con la piel enrojecida por el frío: murmuro entre dientes, tengo frío. Renata entonces lo miró con desconfianza, y aunque le dio un poco de sopa e incluso  lo dejo dormir dentro de la casa, lo miraba con un gesto de apatía, intentaba buscar alguna frase que su madre hubiera dicho, quizá ella se había equivocado… pero no, estaba segura que allí no se encontraba  su destino.
 Después de varios años, llegó un hombre joven,  se acerco y le dijo: soy tu noche. Renata repitió la frase mentalmente, pero nunca logró comprender su significado, hacía mucho tiempo que no hablaba con nadie, recordaba solamente esas palabras, que de vez en cuando murmuraba su madre, que ahora repetía ella maquinalmente.
 El viajero llevaba objetos frágiles, parecían enmohecidos por el tiempo, se ofreció a dejarle alguno, pero a ella no le divertía el contacto con ese material rígido, quebradizo y polvoso, de nada le servían, ella no sabía leer, tampoco creía que su madre hubiera aprendido nunca.

 Con el paso de los años cada vez pasaba menos tiempo entre la visita de un viajero y otro, ese año llego un hombre que parecía nervioso, dijo: ayúdame, y le ofreció una gran cantidad de oro por quedarse a vivir en esas tierras, quería esconderse, quería huir. Renata tuvo miedo y esa noche escondió un cuchillo bajo la cama. Tenía miedo, comenzaba a dudar de sus palabras, de esas que le habían mostrado el mundo,  ¿las frases habían perdido su sentido?
Pasados unos meses se acercó un hombre de piel oscura: dijo tengo hambre, y Renata abrió los ojos, sonrió confiada, saboreo la frase, era tan dulce como le había parecido siempre.  Por fin podría girar trepada a la vida. Se sentía conectada con ese hombre, enraizada él desde otra vida.
 Alzó los ojos y se sintió también bendecida por decenas de pájaros que celebraban su unión, pensó en su madre y en esas parejas de viejos de los que ella hablaba, esos que  fueron muriéndose de a poco mientras Renata crecía en un pueblo cada vez más muerto.
Quedó embarazada pronto, lo supo por las nauseas y el aleteo desmedido en sus entrañas, por  su imposibilidad para trabajar, que  también se acrecentaba por los golpes que de vez en cuando le propinaba ese hombre.
Renata se centro entonces en recordar esas palabras gastadas, desvaídas de su madre, hablándole de los días de lluvia, de la consecuente enfermedad, de la fiebre y el frío, del dolor de huesos de su padre, hasta que al fin se quedo viuda.
 Renata dudaba por primera vez, ¿y si ella tenía que empujar la vida? ¿Y si su madre también lo había hecho pero había sido incapaz de contarle la verdad? ¿Si no llegaba la enfermedad? porque  la vida era cíclica, y la vida de las plantas, la mancha oscura en el sexo, la migración de las aves, y el astro que  gira incesante y la floración de los granos y él dijo: tengo hambre.  Y ahí estaba de nuevo, esa pequeña niña, esa vida frágil, esas palabras viejas guardadas en el baúl de la memoria, esa forma de conocer el mundo… y acariciaba el cuchillo pensando en el frío, en la fiebre, en el dolor de huesos,  ya sólo  pensaba en enviudar.



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