lunes, 21 de marzo de 2016

La marea



Mariana nació en una ciudad pequeña, fronteriza, llena de humores variopintos y acentos diferentes. Le hubiera gustado pertenecer a una ciudad caliente, donde los niños van a bañarse  al mar, corren semidesnudos persiguiendo perros y comiendo mangos; quisiera haber olido a sal y a fruta. Pero nació en una ciudad gélida, en un día lluvioso. Un lugar  donde los amaneceres están llenos de niebla e impiden  ver el sol.
Le gustaba imaginar que se llamaba Marina, y no Mariana, Marianita, imaginaba que había nacido un poco más al sur o al este, que tenía la piel tostada y las plantas de los pies suavemente habituadas a la arena; le hubiera gustado ser en parte esencia de salitre y de amaneceres cálidos con sabor de tamarindo.

Vuelvo a mi infancia de pájaros ciegos, de charcos risueños y de perros flacos, de muros sucios y  casas grises.
Vuelvo a mi infancia que encarna la imagen de la contradicción: la  casa burguesa de los abuelos, el piso de piedra natural, la televisión con ciento ochenta canales, y mi barrio: nuevo, sin identidad, con techos de lámina y paredes sin pintar. Vuelvo a la calle que siempre olía a polvo, a estiércol de vaca, a plumas de pollo y a desagües.
La imagen más recurrente es la de los perros de mirada dulce, sarnosos, flacos, que inundaban la calle y a los que mi madre no me dejaba tocar. Y es que yo era la niña frágil, la que se enfermaba si se quitaba los zapatos, la que no corría descalza ni podía correr más de veinte metros sin tener que usar el inhalador, la que torcía los pies cuando caminaba, la que se caía porque tenía  pie plano, la que nunca aprendió a saltar la cuerda, a inflar un globo ni a jugar bien a la pelota.
Mi mundo se redujo durante muchos años a un entorno mágico, un cuadrado de diez por diez, habitado por pájaros, colibríes que llegaban a libar en las flores de mi madre, catarinas (muchas más de las que hay ahora), y “Muñeco”, ese perro mestizo como yo; multicolor,  que me enseñó a jugar a la pelota.
Entonces el jardín era una selva, habitada por campanas, tulipanes, pájaros negros, elotes y manzanas. En esos tiempos mi madre era una mujer distinta, tenía un aspecto descuidado y siempre cantaba en la cocina mientras arreglaba jarrones con rosas cortadas del jardín. Las flores eran de un rojo oscuro, casi negro.
Mi madre se llama Clara, y en verdad es alba, alborea, transparente como un amanecer. Ella sola hubiera podido fabricar ésa semilla, no sé si buscó mal, si no buscó, o si por alguna razón escondida dentro de su orgullo, se dijo que podía tenerme aun con un ser con la naturaleza de mi padre.
Pasaron muchos años para que pudiera conocer parte de su historia, pero desde entonces supe que una tibia tristeza la acompañaba, no es que la viese llorar demasiadas veces durante mi infancia, pero había algo en su voz, en sus ojos y en su sonrisa, que me hacían sentir que una nostalgia tibia y dulce como un gato se le acomodaba en  el vientre, le ronroneaba en la garganta.

 Guarda esos recuerdos de su infancia, las sensaciones que tuvo, las imágenes, como tesoros. Es curioso cómo tantos años después pueda darse cuenta, de que la apreciación que tenía de esos seres, no era errónea.


Su madre tiene las pestañas rizadas; los párpados oscuros, de color café, contrastan con su blanca piel; tiene las mejillas enrojecidas y ojeras permanentes, sus ojos brillan con un destello intermitente que no respeta la risa ni las lágrimas. Lo que más le gustaba de su madre son esos ojos que vienen de la familia del abuelo, ojos enormes y expresivos.


La abuela Soledad tiene la voz muy fuerte, puede resultar desagradable, pero a Mariana nunca le ha parecido eso. Desde pequeña la llama mamá.
Siempre me hablaba en un tono especial, reducía su voz, la contenía, para darme ese tono amelcochado que tanto me gustaba. Admiré siempre su elegancia al mirar a la gente, al saludarla, a pesar de que nunca salió de este pequeño pueblo sus ademanes parecían europeos.  

La recuerdo un día quebrando los platos, lanzándolos al suelo uno a uno, mientras lloraba. Después de divorciarse, cambió mucho; aunque se había esforzado durante diez años por esconderse, por desaparecer bajo esas faldas largas; aunque se disfrazó durante tanto tiempo de esposa abnegada y tonta, se demostró a sí misma que podía ser otra. Y aunque muchas cosas cambiaron, siempre pensaré en ella con la mirada triste mientras arregla un jarrón lleno de flores.

Ni estación es, le dicen apeadero. Veinte metros de cemento a ambos lados de la vía. El tren pasa cada hora, el trayecto dura un poco menos. Las calles son aguanieve y barro, entre los bloques de pisos apenas logra verse el pequeño edificio de ladrillos. Soledad se levanta temprano los lunes para volver a tiempo a casa de los señores. El domingo regresa a mediodía. Todas las semanas igual, ya son seis meses de estar así; del pueblo a la capital, de la capital al pueblo. Atrás quedó la otra rutina diaria; la de caminar hasta la fuente a traer agua, dar de comer a los cerdos,  la cosecha, la siega, la vendimia, según la época, la firmeza dictatorial de sus padres, las injusticias de sus hermanos y, también, el amor de su hermana.

Me encantaba su tono meloso y que siempre tenía golosinas, muñecas de porcelana, frascos de perfume, cajas de música y alhajeros llenos de joyas. A veces me hablaba como a Fido o como la servidumbre y ése tono hiriente y dulce me encantaba.

El cambio vino por la edad, no eran tiempos donde se pudiera elegir. Más tarde llegarían las interminables jornadas haciendo pelucas, otras fábricas por limpiar, correr ante los caballos y la porras de los policías en las manifestaciones, más casas de buenas familias y siempre la suya propia; con tres hijos y un marido malabarista de turnos dobles y terceros trabajos para evitar  números negativos.

Había algo en la voz de mi madre que parecía frágil. Durante toda la vida la he visto como a una hermana; a ésa edad la percibía como una chica triste, tantas veces a punto de quebrarse. No temía a su autoridad, quizá debido a esa voz niña que me reñía y me consolaba segundos después, una voz delgada y dulce.
Procuro evocarla cerrando los ojos y buscando en las imágenes que guardo dentro. La veo en la cocina, incapaz de complacer a mi padre aun con  guisos deliciosos. Veo la cocina de mosaicos amarillos, y ventanas grandes, la veo cantando canciones que tantas veces la hicieron llorar.

 Sube mecánicamente sus catorce años al tren, se sienta siempre junto a la ventana y mira pasar los edificios y los sembradíos desde la duermevela. A veces piensa que eso es pensar, confundir lo que se vive con lo que estaría viviendo si nada hubiera cambiado. El sueño le gana un pedazo de viaje, abre los ojos y ve algunas cabezas por encima de los asientos, algunos pasajeros leen de pie el periódico. Se van acercando las gárgolas negras, vigilantes en lo alto del techo abovedado de vidrio y acero. El tren se va deteniendo con un chirrido metálico, dejando oír los tintineos acompasados, los golpes secos de las puertas que se abren y cierran, el bullicio de los andenes, la gente haciéndose paso por escaleras y túneles.

La casa de la abuela me gustaba tanto que a veces escondía frutas, verduras, o incluso trozos de pastillas aromatizantes para baño, en los bolsillos de mi ropa, para llevarme un pedacito de ella.  Al llegar a casa mi madre los descubría y no entendía por qué los había robado. Lo que quería guardarme en el bolsillo era algo de la claridad de esa casa, era desilusionante ver cómo los objetos perdían su brillo y se volvían comunes.

Disfrutaba trepando en los durazneros del patio; en un árbol había duraznos dulces y amarillos, el otro, más pequeño, tenía frutos blancos con las semillas rojas,  un poco más ácidos.

A las siete de la mañana ya está vestida de uniforme. Da los buenos días, sirve el desayuno, ayuda a vestir a los niños, recibe los primeros encargos del día y comienza por las camas. Se van los señores, y la casa es de la servidumbre. La radio canta las primeras coplas de la mañana, y ella tararea suave mientras barre, friega, limpia el polvo, sacude las alfombras, los cojines, lava ropa, plancha los manteles; a media mañana una pasada rápida por la cocina para una taza de leche y un trozo de pan de ayer.

Soledad es blanda, la persona más débil de mi genealogía, necesita de Dios, como un cachorro necesita de una madre, se ata a él como su recurso imprescindible, lo evoca a la hora de comer, entre comidas y a la hora de la cena, seguro reza antes de dormir, encomendarse a Dios es su plato favorito, y su entremés.

Mi abuelo, me gustaba mucho. Se llama Francisco como su padre. Con él, nunca era posible equivocarse porque te ponía las cosas claras, una carcajada sincera o una voz grave y sentida reprochándote. Me gustaba porque no tenía una  risa fácil, se reía hacia adentro con un gesto en los ojos y una contracción de la barriga, pero sin hacer ruido,  igual a un caracol dentro de su concha.

Con suerte, podrá salir a la esquina si algún ingrediente falta para la comida. La tienda está cerca, pero ella se tarda mirando los  coches, los tranvías como trenes extraviados en busca de una estación, los vestidos estampados, las pieles, los trajes nuevos de los transeúntes que sólo caminan sobre asfalto y nunca llevan barro pegado a los zapatos ni a los pantalones.

Es difícil hablar con ella, pone la atención de una niña, pero busca siempre la moraleja. Mi abuela pertenece a otro siglo, su mundo está lleno de luz y de seres buenos, de pasillos enormes iluminados con arañas pendientes del techo, un mundo que mezcla carteles de neón, vestidos victorianos, maquillaje discreto, hadas, príncipes, princesas y carteles de Hollywood, todo salpicado por una fina lluvia de color dorado, que quizá pueda traducirse como la omnipresencia divina.

Le gustaba el silencio, prefería no hablar mucho, la mayoría del tiempo decidía alejarse, a la sala o a su habitación y cerrar las puertas. Mariana siempre lo seguía desde que tenía pocos años, aunque él viera películas en idiomas que no entendía, o se quedara callado, leyendo, durante mucho rato;  le gustaba su aire, jugar alrededor de él, sin hacer ruido, para respirar ése airecillo polvoso y solemne que parecía  espeso a su alrededor. Con él, descubrió mucho de lo que  disfrutaba.

Cuando llega la tarde la casa se va llenando, el señor quiere su copa, sus pantuflas, su puro y su libro. La señora quiere tranquilidad, una tila, que le preparen el baño y que pongan su novela en la radio. Trajinar en silencio cansa más, hay una tensión que sólo el silencio del sueño consigue romper.

Me gustaba mucho ojear sus libros, un libro de primates era mi favorito, me gustaba la variedad de extrañas posturas, me gustaba ese libro por sus colores vivos y sus hojas gruesas y brillantes, todavía no sabía leer pero pedía ver las fotografías para que me contasen historias.

Son más de las once cuando puede retirarse. Comparte un pequeño cuarto con Rosa, la encargada de la cocina. En diez metros cuadrados, hay dos catres, con una silla a los pies. Un viejo aparador, una lámpara en la mesita y una ventana que mira al patio. No se necesita más para dormir, normalmente mira al techo, y siente el olor a jabón de las sábanas blancas.

Las películas fueron pocas y duraron poco tiempo. Cuando él aún conservaba sus cintas de video y me decía seriamente que iba a ver una película “de gente grande”, me predisponía a prestarle atención y a pensar que sería una lección importante, y al terminar, en efecto, yo sentía que había aprendido algo, aunque hubiese visto “la bella durmiente del bosque”. Luego vendió todas las cintas y llegó la televisión por cable con la que se terminaron las películas interesantes y las cambió por la programación chatarra de cine de “estreno”, proyectada sesenta veces por mes, o sea dos veces por día, por la tarde y a la media noche, por si quedaba duda. Los libros que me dio dejaron la huella más honda en mi vida, y que aún ahora ocupa la mayor parte de mi tiempo y de mis prioridades.

Recuerdo la comida de mi madre, la sensación al sembrar hortalizas en el jardín: rábanos, zanahorias, fresas…

La biblioteca estaba en el cuarto de planchado. Había muchos libros y muchos objetos que le parecían mágicos. Había reglas y moldes para hacer dibujos de formas extrañas, rompecabezas, óleos, frascos de tinta china, colores de madera, figuritas y sobre todo un armario que en cuanto era abierto, inundaba con un cierto olor a madera y polvo, el pequeño cuarto.

Cuando mis padres se divorciaron, tenía ocho años; mi padre soltó todo su veneno para contarme cosas acerca de mi madre, de sus amantes, de sus errores, de su aborto, de lo aberrantes que eran las decisiones que ella había tomado en su vida, yo le creí y durante mucho tiempo sentí un odio sordo por  mi madre, pero a él también comencé a odiarlo porque sus palabras quemaban por dentro, ardían.

Nunca tuvimos nada en común, mi madre nos unió por casualidad o por destino, quizá para que mi padre fuese mi tragedia griega, para ser Electra y luego Edipo, cuando tuve diez años ya no pude soportarlo por lo que me había dicho, por lo que había hecho en mi madre, porque había intentado mancharme de diferentes formas y de alguna, había logrado ensuciarme con su rencor y su miedo.

Recuerdo los cuentos para colorear y los que traían letras y  dibujos, narrados en un casete, esas cintas me gustaban mucho, me emocionaban sin importar cuántas veces las hubiera oído antes.

Su tono de voz era más bien plano, las únicas  observaciones destacables que recuerdo eran sobre las maravillosas ventajas de hacer ejercicio, o alguna frase venida  de un libro de superación personal,  sobre cómo hablar en público y cómo ser una persona exitosa, aunque obviamente, él no hacía ninguna de ésas cosas.

Mi abuelo decidió seguir con los libros el mismo proceso que con las películas, diciéndome que eso no era un libro para niños, que ese era un libro para “gente grande”. Yo comenzaba a leerlo emocionada.

Mi abuelo marcaba el fin del mundo, su dimensión, qué tan grande era éste, pero, sobre todo, hasta dónde podía llegar.

Cuando mi curiosidad dio muestras de ser demasiado grande, comenzaron a quitar la llave que cerraba el librero porque yo preguntaba por libros “incómodos”, nunca volví a preguntar por ellos y la llave volvió a su sitio y los ojeé muchas veces a escondidas.

De pequeña lo quise mucho y tuve ese enamoramiento del que hablan los psicólogos, aunque en realidad nunca me dio motivos para gustarme, no era una persona de ojos tristes, ni tenía la elegancia de mi abuela, no era en absoluto interesante, era sólo mi padre; poco a poco fui desprendiéndome de  él, como una costra. Era católico, conservador, leía poco, le gustaba el fútbol y los deportes, era una de ésas personas que suelen no gustarme, pero yo aún seguía queriéndolo.

 Cada vez que iba a verlo no podía evitar sentirme disgustada con su familia, ¿mi familia? con su forma de ser, de reír, de comer, yo no era parte de ese mundo, era un extraña y me hacían sentir como tal, todos esos seres oscuros.

Esta noche soñé que era otra, soñé que cantaba hasta quedarme ronca, me reía tanto que empezaba a pensar que estaba loca. Yo era la otra, ella, pero también era yo misma.

 Nunca volví a darle una oportunidad, mi padre es un ser gris que lleva una vida lejos de la mía, un personaje al que llamaría Nada, porque nada destacable representa.

Lo confuso del sueño es que cuando ella me hablaba la miraba como a otra, pero al llegar a casa y verme en el espejo de la entrada, me vi exactamente igual a ella. Quizá por eso le dije que me deprimían los espejos, me ayudó a colocar una tela sobre el vidrio.

 Cuando tenía once años me dio un libro que hablaba sobre un divorcio, había un suicidio, el tío de la chica la obligaba a ver pornografía para después violarla, luego de seguir siete sencillos pasos, todos se perdonaban y la historia tenia un final cristiano y conmovedor, me preguntaba si de verdad lo había leído y, sobre todo cómo podía dármelo, era asqueroso y tan poco creíble como esos “guerreros”  lograban sanar y recuperarse.

Cuando cantaba, yo me dejaba tocar, entraba en  trance y ni siquiera me daba cuenta de las manos que recorrían mis senos y me alzaban la camiseta, luego la puerta y el desfile de rostros confusos uno a uno, la marcha interminable con la canción de fondo, sonando a lo lejos y también resonando en mis pulmones, en mi caja torácica, estallándome por dentro, la música humedeciéndome, escurriéndome, vaciándome, llenándome, dejándome indefensa. Tú preguntabas ¿es justo, se lo merecía, se daba realmente cuenta de que sus piernas pendían laxas, deshilachadas, igualitas que las de una marioneta?

Desde entonces, Mariana odia a la mayoría de mortales religiosos, le recuerdan el moralismo de su padre, lleno de contradicciones, y esa ocasión en la que su padre estuvo a punto de tocarla, ¿Qué diría su Dios? ¿El vengativo o el tolerante? si ella hubiera sido un poco más tonta, si no hubiera corrido despavorida a la cocina de la abuela; se llamaba Santa Eulalia, era realmente buena, por la noche podía verse un halo a su alrededor.

Lanzando los platos al suelo, uno por uno, deteniéndose a escuchar el sonido de su impacto. Lentamente, colocando las rosas por última vez en esta casa vacía, ésta que no volverá a pisar nunca, reconciliándose con sus muros y llorando una oración, una plegaria a los colibríes, al perro, a las ratas, a los seres de los que se despide; llorando, brotando como un río, mientras su hija de cuatro años la observa lavarse la cara, ponerse rímel, colocarse el brillo de los ojos, la sonrisa en la cara y el rojo sobre los labios; poner el jarrón sobre la mesa, cerrar la puerta.  

La abuela era una santa, doce hijos, y la especial carga del pobre Juan, el pobrecito era esquizofrénico, ni siquiera gritaba cuando Juan la golpeaba, cuando estrellaba su cara contra la pila, cuando la llevaba del pelo hasta la cocina para que le dijera dónde había escondido la comida. La abuela era una santa, había aprendido bien, era sigilosa hasta en la desgracia, comedida, discreta y sumisa. Se callaba a pesar de las miradas en la iglesia, cuando ésas viejas enfundadas en chales oscuros, cuando ésas mujeres que no tenían otra cosa que hacer, la señalaban.  Si fueran buenas cristianas se hincarían y pedirían perdón por su pecados, por mi culpa, por mi culpa, por mi gran culpa, por eso ruego a santa María siempre virgen, a los santos, a los ángeles y ustedes hermanos para que intercedan por mi ante Dios nuestro señor. La miradas esquivas, por el rabillo del ojo, sus propias hijas cuchicheando a la hora de comer, señalando los moretones con los dedos sucios. Todo honor y toda gloria,  anunciamos tu muerte proclamamos tu resurrección. Tuyo es el reino, tuyo el poder y la gloria ¡ven señor Jesús!

En el sueño cantaban, llevaba a muchas detrás, parecían olas, parecían sacadas de una postal. Respiraban al unísono, Ahí lo mismo daba que fuera Theroigne, Elvia Carrillo, Petra Gómez,  Simone, Ramona, Virginia, Aura, Beatriz, Aída, Soledad, Clara o Mariana. Eran una, un solo cuerpo, un solo rostro. A pesar de que algunas gritaban, a pesar de que otras callaban, unas silentes, unas locas, unas pestíferas, otras ígneas, perfumadas. Una sola, en su diferencia,  en su clamor distinto, en su llanto, en su descaro, sólo un rostro en cada carcajada. Me vi en ella, vi mis ojos en los suyos, tuve miedo, le pedí que tapara los espejos.
En el sueño, eran libres, sin dogmas, sin doctrinas, sin rosarios, vaginas de colores: pálidas, rosáceas, negras, verdes, lilas. Iban muchas, parecían olas.  





orquidea psicopata

Colectivo La Rosa



-          Yo opino que votemos por qué color de flores debemos de llevar, a mí no me gustan las flores rosas, además, yo creo que puede malinterpretarse si las llevamos de ese color. ¡Compañeros, recordemos que este no es un evento lúdico!, sino una conmemoración.
A Lucy se le ven los ojos redondos y pequeños, debido a las gruesas micas de sus lentes; es ágil para hablar, tiene el pelo rizado,  bastante flaca, sonríe a medias, se para con la espalda sumamente arqueada como un homínido.
-          Yo creo que ya debemos de votar, la compañera propone que no llevemos flores rosas, yo también estoy de acuerdo, creo que lo más adecuado para hacer la conmemoración sería llevar unas flores blancas, como de luto. Alcen la mano los que votan por las flores blancas.
Opina Saúl, el secretario, responsable de traer la laptop para tomar notas, aunque como las memorias de las asambleas no circulan nunca, nadie sabe si anota en ellas algo aparte de la fecha. Lo sospechan, sobretodo, porque opina acerca de cada uno de los puntos, pero escribe sumamente poco. Usa siempre una chaqueta verde militar y una gorra deportiva color negro.
-          ¡Compañero, no estoy de acuerdo, si estamos tratando de conmemorar un acto de violencia lo único que realmente nos representa es el color rojo! Alcen la mano los compas que estén de acuerdo.
Antonio dice de sí mismo, que es: muy otro; es moreno y bajito, pero su voz destaca por encima de las otras, no importa que se siente como siempre hasta atrás; juega a no figurar, pero siempre termina acaparando la palabra.
Raquel sonríe, sus ojos azules la vuelven demasiado bonita a los ojos de los demás, demasiado pálida para tener ideas propias. Para colmo, es feminista y usa un lenguaje incluyente que aburre a la mayoría. Siempre intenta recapitular.
-          ¡Compas, resumiendo, podemos votar por llevar las flores blancas, rojas o yo propongo  azules, agapandos azules que se relacionen con el logo de la colectiva, y propongo que votemos ya, para no perder más tiempo. A ver qué opinan todas y todos y seguimos con el siguiente punto de la agenda.
-          ¡Compañera, no hay que olvidarnos de que hay un punto trascendental que todavía no hemos discutido, no sé cuántos estén dispuestos a hacer acto de presencia, al menos, yo considero que es fundamental no sólo presentarnos para el acto conmemorativo, sino también para hacer guardias y apoyar a los compañeros!.
Enrique es siempre el que tiene la última palabra, el que saca a colación los temas no tocados, aunque poco o nada tengan qué ver con el punto que se encuentre discutiendo el resto de los presentes. Aunque es mejor conocido como “El Tiza”, porque siempre va atizado.  
Raquel replica nuevamente:
-          Bueno, entonces qué dicen las compañeras y los compañeros, ¿vamos a votar a no?
Saúl hace, de repente, lo que debió de haber hecho hace un rato,  nombrar una por una las opciones. Por mayoría de votos estos fueron los resultados: flores blancas: 6 votos,  rojas: 16, azules: 4, rosa: 4, abstenciones: 3
Lo cual da un total de treinta y tres votos, pero en la sala hay por lo menos cuarenta personas; el resto no decidieron abstenerse pero tampoco votaron por ninguna opción, tal vez hubieran deseado sentirse representados por algún otro color: violeta, salmón, menta, verde, café, durazno, mamey, fucsia, borgoña o cualquier otro...
Saúl concluye: bueno, pues, por mayoría, nos presentaremos a la conmemoración con flores rojas. Ahora pasaremos al siguiente punto, acerca de lo que mencionaba el compañero Enrique de hacer guardias y acto de presencia.
Ceci tiene el pelo negro y lacio, le llega a la altura del short o de la  falda, tiene las cejas gruesas, podríamos decir que es de complexión robusta. Ceci pide la palabra:
-          Compañeras y compañeros, al menos yo no estoy de acuerdo con que hagamos acto de presencia, el acto conmemorativo será el día 25, cuando terminemos con la marcha, pero yo tengo otras actividades que me impiden estar desde hoy 19, apoyando a los compañeros que se encuentran en la toma.
La mayoría de los presentes se revuelven en sus asientos, unos mientan madres, otros se mesan los cabellos, se jalan la barba, cambian de nalga, cruzan la pierna…
Antonio dice:
-          Como dice la compañera Ceci, que al menos tiene razón en eso, yo creo que debimos empezar a discutir ese punto de la agenda para comenzar con la sesión. Los compañeros que están ahorita en la toma están allá rompiéndose la madre, arriesgando su seguridad. Debemos enviar una comisión urgentemente que salga para allá y de una vez les lleve café o atole y ahorita vemos de a cómo cooperamos-.  Antonio es el clásico compa que coopera con un chicle (alguno que alguien le regalo), el que pide cigarros, encendedor, el que no lleva lápiz, pero que tiene el modelo de iphone más reciente. 
Raquel comenta:
-          Compañeras y compañeros, alcen la mano, las y los que puedan ir, para que armemos una comisión, al menos yo sí puedo.
 Lucy se levanta a medias, como siempre, su espalda forma un gancho, y así pide la palabra:
-          Compañeros, yo no estoy de acuerdo con que se mande una comisión para apoyar porque no me siento representada por la toma, es un movimiento suyo y cuando hemos armado aquí algo colectivo, ellos nunca nos han dado ningún apoyo, opino que no debemos desgastarnos haciendo turnos porque eso no ha sido algo recíproco.
Saúl deja su Mac y su coca light sobre la tarima y pide la palabra:
-          ¡Lo que dice la compañera es una clara muestra del sistema capitalista, muestras del individualismo y egoísmo, como esas, son lo que no nos deja avanzar! ¡Yo opino que es algo sumamente urgente armar una comisión de al menos veinte para que nos estemos turnando y nos vayamos desde ahorita a apoyar! Alcen la mano los que estén de acuerdo con armar la comisión.
Unas dieciocho personas alzaron la mano, y Saúl añadió: - Alcen la mano los que podrían ir ahorita, en la noche o mañana para ir anotando horarios para la comisión.
Saúl y Antonio alzaron el brazo, nadie más, (¿quién da más, quién da más?).
Saúl tomó de nuevo la palabra y por enésima vez repite:
-          Compañeros, quiénes podrían ir a alguna hora para allá a apoyar a los chavos de la toma
Raquel siente la necesidad de aclarar:
-          Compas, yo no alcé la mano porque creo que Ceci tiene la razón, no tenemos mucha relación y ellos nunca han mostrado solidaridad con nuestros movimientos, así que, yo sí quiero irme para allá pero no quiero ir como representante de la Asamblea, sino a título personal. Además, no sé, si se pone muy feo en la noche no creo quedarme, así que no quiero cargar con esa responsabilidad.
Antonio agrega:
-          ¿Alguien más compañeros?, necesitamos que se vea que somos participativos, ¿quiénes más quieren ir a apoyar?
Nadie más alzó la mano, excepto Chilo,  el gordito de barba que siempre se sienta hasta al fondo,  la alzó pidiendo la palabra.
-          Compañeros, yo la neta opino que esto ya se esta alargando mucho, y mi jefa ya me está esperando afuera. Hay que votar para ver quiénes están de acuerdo con que se haga la comisión y sino ya pa´ que se vaya cada quien personalmente.
Saúl realiza el conteo de votos, treinta y seis brazos se alzan para votar ahora por que no se arme la comisión. Antonio dice en voz alta que decide irse para allá y anuncia que va a comprar café y galletas, y que aunque no vaya como representante, ahí los que le quieran cooperar. Dos o tres sacan una moneda de un peso, otros de cincuenta centavos, y con tres pesos en la bolsa, Toño se lanza para apoyar al movimiento.  
Los asistentes mientan madres, se rascan, se jalan el pelo, se remueven en las sillas como si tuvieran picapica, o como si aplicaran la técnica del oso contra el árbol para rascarse las pulgas de la espalda, otros muchos se ponen a platicar, se escuchan, sobre todo, frases como estas: -por eso México no avanza-, -esta madre ya se tardó mucho-, -nunca nos ponemos de acuerdo en nada-, -mmm Dios, estos vergas, caen mal, para qué salen con sus mamadas, primero hubiéramos votado por eso-, -si quieren votamos también por saber de qué color tengo los ojos-, -oigan chicos ya cállense ¡no manchen!-, -son chingaderas-, -no estén chingando-, -¿ya vámonos no?.
La gente entra o sale cada seis segundos, van al baño, a comprarse un chesco, salen a estirarse, entran a bostezar o a contestar llamadas… los más, se envían whats entre ellos, criticando el peinado nuevo de fulana o los recientes tres pelos que le salieron en la barba a perengano.
Rosa también parece desesperada, los maestros del Colectivo salieron hace más de una hora, no esperaron siquiera a conocer el acuerdo acerca del trascendente asunto de las flores. Tiene sesenta y cuatro años, es delgada, ojos grises. No ha dicho nada desde que entró, era la única que estaba esperando adentro, en las butacas, desde las once en punto, tal como el cartel anunciaba la hora de inicio. Sobra decir que Rosa no es mexicana, es francesa, además es la única extranjera del Colectivo. En Chiapas, lleva sólo algunos meses; viviendo en México, casi nueve años, aunque no termina de acostumbrarse.
-          Míralo bien, vos Ceci, sus ojos son como dos abismos, no por profundos, sino por negros, igual de negros que mi chingada suerte, desde el día que me lo crucé por el camino
-          Ay Marianita, cómo sos de exagerada, vos siempre dándole importancia a las chingaderas de ese pinche grillo, no le hagás caso, como dice mi abuelito: hacerle caso a un pendejo es engrandecerlo.
Rosa tiene el pelo cano. Sus ojos cambian de color, heredó los ojos de su abuelo, que siempre se veían más claros y más azules luego de ser limpiados por el llanto, y parecían irse oscureciendo, hasta volverse aceitunas negras cada vez que se aproximaban los días de tormenta.
-          ¡Mira, buey! ahí esta otra vez la profe Toussaint.
-          ¿Quién dices, wey?.
-          ¡La profe Rosa, wey!, a mí me está dando clases, ¡es recabrona y bien pinche estricta!, te pregunta de toda la lectura, ¡hasta del final! pa´ ver si de verdad leíste.
Rosa tenía diecisiete años en 1968, recuerda las pláticas sobre socialismo que daban sus profes en el bachillerato artístico, recuerda su entrada a la Universidad de Historia, aquellas conferencias de Foucault y Hosbawn, las charlas con Sartre y la Beauvoir. Su generación fue de lucha radical, del feminismo de la diferencia, una generación marxista, pero peleada con el marxismo,  maoísta pero peleada con los Tribunales de Justicia de Mao, estaban en contra de todo tipo de establishment, y hoy todavía siente que su generación peleó con uñas y garras lo que otros negociaron, lo que hoy se vende por un pedacito de poder.
-          Ni te he contado, Ceci, de lo del otro día, es que el desgraciado inventó que yo había dicho que José ya estaba muy quemado, el José me reclamó cuando le dijeron y namás le dije quemado él, el otro, que anda inventando cosas y dándole las nalgas al maestro, ay pues sí, Ceci, las nalgas o la boca quién sabe qué le da, pero ellos sí que ya no tienen credibilidad.
Rosa suspira, se mesa los cabellos canos, recuerda las asambleas generales de ese entonces, se imagina las de la UNAM, imagina a Margarite Duras en el coche descapotable ondeando una bandera del Partido Comunista, acompañada por Georges Bataille y Edgar Morín. ¿Imagina o recuerda? ¿Recuerda o se imagina?
-          Ay, Marianita, es que si les tenemos miedo ellos nos ganan. No se vale que él siga siendo el secretario, sabes que ya nadie lo apoya. Todos estamos hartos de que sea tan prepotente, hartos de que esté inventando mentiras de nosotros. Tú sí podés hacerle frente, sabes que nosotros te apoyamos.

-          Pues sí pero es que, la neta, sabes que sí está muy cabrón, eso de andar acusando gente, no cualquiera, por más que tengamos los audios… No tenemos suficientes pruebas para saber de a cómo les toca al Saúl y al Toño. Yo ya les dije que no me voy a arriesgar por nadie, si no nos organizamos todos y le entramos parejo, yo no voy a arriesgar el culo.
Piensa una vez más en aquellas recriminaciones, en los juegos sucios de quienes señalaban entonces, de quienes señalan ahora, hablando de marxismo y de integridad, mientras apuntaban a otros con los dedos sucios. Hablando de lucha colectiva mientras se ocupaban sólo por llenarse los bolsillos propios. Los que se vendieron entonces, son los mismos que compran gente ahora. Los mismos, siempre son los mismos, el Saúl va para maestro, de seguro también entrará en la lucha sindical, creo que desde el mismo día en que nació se volvió político, pero de los malos. ¿Quién fue el último político bueno?
-          De veras, no sé para qué carajos entra a las asambleas, si se ve su cara de desesperada, bueno es la  cara que pone siempre, la mismita que hace en el salón.
-          ¿Ya viste cómo se le corre el rímel?
-          ¡Sí, goey, qué pedo!
-          ¡Ya cállense, pinches viejas, dejen de estar chingando!
-          ¡Uy sí! La Carlita como siempre de lameculos, defendiéndola.
Rosa cambia de posición.  Usa un delineador que no es a prueba de agua, y a estas horas del día, no sé si por el sudor o por estar a punto del llanto, pero es habitual verla con una  mancha negra cerca de los ojos. Eso le da un aspecto todavía más extraño. Se viste siempre con vaqueros muy gastados, con suéteres por lo menos tres tallas más grandes, que hasta parecen sacados de una revista de 1820, usa siempre chanclas; y es, por mucho, la más grande de todos los presentes. Encima, no usa celular, durante las Asambleas no habla nunca… y esas manchas negras alrededor, terminan por coronar ese aspecto de loca. Rosa soporta las tres horas y media de la Asamblea General, mientras piensa, imagina o recuerda, pero ya no le quedan fuerzas en el cuerpo, para qué hablar, para qué pararse, para qué salirse, para qué escapar.
Saúl declara cerrada la sesión, recordando que la escuela sigue en Asamblea Permanente en apoyo al movimiento de los compañeros.
-          Mirá, vos Ceci, es que me caga que hable por todos los demás, quién le dio la legitimidad, la autoridad, si no nos representa, si toda esa bola de corruptos no tienen ni tantita credibilidad.

-          Compañeros, antes de irse, no se olviden de que mañana a las once, es la siguiente Asamblea General.

Tiene la misma mirada de abandono que Gandhi cuando trabajaba sus tejidos, esa misma mirada de gato. Mira al cielo, con ojos oscuros, ve a los chicos alejarse. Saúl, Mariana, Ceci, ya cállense, pinches chamacos. Niñas, ¿dónde queda su sororidad? Hoy puedes ser Marianita, y  mañana Cecilia, Cathy, Lucía, Gwen, Raquel, Anna Belle o…Rose. Y siente que no le quedan más fuerzas en el cuerpo. Se aleja de prisa, está a punto de llover.







orquidea psicopata

Mara



Mariana se dirige hacia la tienda. Habitualmente olvida comprar suficiente leche, podría olvidársele cualquier otra cosa, sin embargo, olvida anotar justo eso en la lista de la compra. Después  de trabajar durante doce horas y de estar parada por lo menos diez en la tienda de ropa;  de ocho de la mañana a ocho de la noche,  de lunes a viernes, la última cosa que le apetece el sábado temprano es salir  comprar leche para el desayuno.
Mara arrastra los pies dos cuadras y gira a la izquierda. Entra a la tienda, mecánicamente abre la puerta del frigorífico, reniega mentalmente por cada peso y centavo de más que debe pagar al comprar las cosas en esta tienda; está convencida de que si recordara todo al anotar la lista del supermercado, se ahorraría varios miles al año. Coloca con desgana las monedas sobre el mostrador y agacha la cabeza, sintiendo otra vez la mirada insistente de la dependienta; debe ser sólo unos años menor, pero cómo puede ser tan infantil ¿sus padres no le enseñaron que ver fijamente es de mala educación? sus padres seguramente la enviaron hasta la preparatoria, pero parece que no le ha servido de mucho; terminó como la mayoría de las chicas de su edad, haciendo turnos interminables en una franquicia como esta. Maquinalmente da las gracias, y se maldice por hacerlo, pero se siente aún más incómoda cuando no lo hace, a pesar de soportar la persistente mirada de la chica.
Mariana es flaca como una vara, se parece a Betsi Gibbons, su cabello revuelto y de colores se le desparrama por la nuca, cayendo como cascada, de la improvisada cola de caballo. Siempre se viste igual los fines de semana, usa su camiseta favorita, tiene la cara de Pattie Smith dibujada en la espalda, es tan vieja que se transparenta un poco, ¿de veras es tan raro que no use sujetador?
Nada más abrir la puerta se encuentra con un par de sobres, antes de recogerlos ya sabe de qué se tratan, uno es su estado de cuenta, aun sin abrirlo puede ver la gráfica de pastel en color rojo, mostrando el porcentaje de crecimiento del 0.1% de sus miserables ahorros. La otra es una postal de color verde que dice en la portada: Vive el momento presente porque tu futuro siempre depende de él, al reverso, con una pésima caligrafía, dice: Que Dios te bendiga siempre. Papá.
Mara coloca la postal sobre la mesa, recargada en la caja de cereal, como su interlocutora, y saborea una a una las palabras, paladea aquellas cosas que le hubiera gustado responder. Un discurso que parece saberse de memoria, una recapitulación de agravios.

Mi nombre es la primera cosa irónica que apareció en mi vida. Mi padre esperaba tener un niño y ponerle Mario, por el abuelo. Mi madre, desde que supo que yo sería niña, insistió en llamarme María, por suerte no pudo negociarlo.
Pero ella, tonta, insistió durante mi infancia, y a pesar de no haber logrado su propósito, me llamaba Mary de cariño. Por qué los nombres tienen diminutivos; por qué no se ahorran el esfuerzo al escribir el nombre en el acta de nacimiento en vez de ahorrarse el esfuerzo cada vez que hacen una contracción verbal. Me revienta los tímpanos la creciente tendencia de acortar siempre las palabras: “pásame el celu”, “obi te quiero” y demás estupideces similares.
Me dicen Mara, como un oscuro personaje bíblico, no como Salomé o Lilith, sino como la mujer víctima. Soy la queja de la plañidera que llora mientras dice “que Dios la ha llenado de amargura”. Mara como el personaje de la Crucifixión Rosada, esa trilogía de Henry Miller. Como un demonio tercermundista.
Mira el anillo que cuelga de mi nariz, los aros que cuelgan de mis cejas, uno, dos, tres, cuatro; mira mis pantalones rotos, el gancho que sale de mi mejilla izquierda, la cadena que nace de la oreja y se conecta con el piercing al lado de la boca. Mira la tinta azul que adorna mis pantorrillas y mis brazos, mi pelo de colores; mírame, siéntete en confianza, la gente lo hace todo el tiempo.
Mi vida está a menudo rodeada de pretensiones. Supongo que esto le ocurre a todo el mundo, al mundo no, a la gente, la pretensión más seria es el lenguaje, y bien, ahora pretendo enumerar, contarte algunas de las situaciones más vergonzosas que  han ocurrido en mi vida. Iba a decir embarazosas ¿te das cuenta de las trampas que  nos colocamos?
Creo que todas estas cosas que pensaba platicarte, irremediablemente se relacionan con una situación que no elegí, pero que obviamente ha marcado gran parte de mi vida. A menudo me digo: primero soy persona, después soy individuo y luego soy mujer ¿Qué diría el feminismo de la interseccionalidad? Porque personas como tú dicen querer a sus hijas aunque sean niñas,  son los mismos mochos que a mí me dicen puta y a él lo llaman macho. 
Ser mujer, es la segunda cosa irónica, ridícula, ser la víctima, la que debe ser, la casta, sumisa, servicial, la bonita, la virgen, la fértil, la que tiene ese deseo maternal alumbrándole la vida. La que sólo tiene eso. La que está loca si no entra en el canon de la maternidad, si no busca reproducir uno a uno los errores, los traumas y los miedos, en un niño, en un nuevo reflejo de la ausencia, en una figura invertida.
Te acuerdas que mamá era como un fantasma.  Volvió a trabajar cuando yo tenía cinco años, esto coincidió con mi entrada a la primaria, para entonces ya dormía en mi propia cama, ya era una niña grande,  aunque de veras me sentía pequeña y frágil. Odiaba que  ya no me preparara el desayuno, que no me peinara, ni me ayudase a abrocharme la chaqueta, que no me llevara hasta el salón de clases. Entonces comencé a orinarme frecuentemente por las noches. Recuerdo que soñaba baldosas blancas y que me encontraba sentada sobre la taza del váter, sin embargo, tenían que pasar varias horas para que el líquido frío me despertara y me hiciera descubrir, una vez más, que la experiencia en el baño sólo había sido un sueño.
La abuela tiene incontinencia, aunque la operaron por ello, hace años. Desde ese episodio de mi  infancia, creo que tengo algo parecido, pero nunca quisieron llevarme al ginecólogo, dijeron que era muy chiquita y, aún hoy, me persigue la obsesión de orinar cinco o seis veces antes de salir de casa, para evitar los accidentes que me ocurrieron a los ocho, a los diez y a los doce.
Creo que el problema, en realidad, es que no me enseñaron a reconciliarme con mi útero, a nombrarme, a aceptar los labios oscuros y asimétricos de mi vulva,  mi color encarnizado, mi olor salobre.
A ver Mara, piensa un poco, recuerdas perfectamente que menstruaste por primera vez cuando tenías nueve años, recuerdas el dolor en el vientre y el susto a pesar de que sabías qué era lo que pasaba.  Pero piensa, ¿cuándo te masturbaste por primera vez? un recuerdo tan placentero te evoca tan poco, probablemente tendrías diez años, te encantaba el actor de esa película y te acariciabas pensando en él frecuentemente.
No sabes si el himen es etéreo, transparente, blanco o dorado, pero sí sabes que esa noche el calor que sentías era más grande, de repente sentiste dolor y paraste. Un dolor más agudo que el de cuando te caíste sentada de un árbol y lloraste, y la abuela dijo: “la niña ya se nos desgració”.
 No hubo rastro de sangre ni de ninguna culpa, desde entonces ha sido una de tus prácticas favoritas, a veces monótona. En la secundaria, te masturbabas cinco o seis veces por día; en ocasiones, lo haces dos y otras sólo un par de veces por semana. Durante varios periodos de la vida lo has hecho de manera  mecánica, aunque placentera, a menudo tan sólo para poder dormir. 
En mi vida de chica posmoderna, como parte de la generación “Z”, nacida a finales de los noventa, hay un montón de cosas que no entiendo. A veces creo que me he pegado el viaje  padre y he aparecido en mitad de la edad media, como cuando pienso en quién inventó el mito de que las mujeres no suelen masturbarse; alguien tan ignorante como tú, y seguramente, el mismo idiota que dijo lo del pelo en la mano.
Ahora recuerdo como odiaba las veces en que había salido de ducharme y me sentaba un rato, inspirada, para tocarme. La abuela llamaba insistentemente o de plano abría la puerta, ¡la de veces que estuvo a punto de pillarme!..
La abuela, que también me revisaba los calzones. Recuerdo que me daba vergüenza porque  siempre me mojaba; la abuela se encontraba con manchas blancas que delataban mi excitación absurda, irrefrenable, misteriosa; en esa época de púber, me excitaba cualquier cosa… Vergüenza le debería haber dado a ella, y en fin… vuelves a caer en el juego de la culpa sin recordar que es como la mordida de un perro en una piedra.
Pienso también en aquel episodio, cuando  me fui a estudiar arte a  la universidad, en una ciudad cercana, ubicada a un par de horas. Cerré la  habitación con  llave y atranqué la puerta. Sabía que mi compañera de cuarto, mojigata, y con sólo un par de días en la pensión, no regresaría hasta la tarde. Pero regresó mucho más temprano y me encontró sobre la cama, leyendo un cuento erótico en el ordenador y en una postura comprometedora.
Mara, le ofreciste mil disculpas, pero se asustó tanto que se cambió de cuarto, al día siguiente. En la pensión, circulaban sobre ti los rumores más absurdos; fue otra chica, Marcela, quien  te aconsejó que mejor te cambiaras de casa, porque la dueña estaba añadiendo una cola interminable de detalles al relato.
Mi cuerpo es mío, déjame en paz, sólo yo sé cómo me gusta, a qué hora, con quién. Sé qué me gusta compartir, cómo llenarme, ¿tú qué sabes?, con tus ideas mochas, con tu genealogía de mujeres vestidas de blanco, vestidas de luto, de largo, de mantilla y de rebozo ¡chale, estamos en el siglo veintiuno! ¿Tú en qué año te perdiste?
 El placer, la ablación, la edad media, el misionero… parece que no vivo en el dos mil quince sino en el siglo dieciséis. Cada vez que piso una sala de hospital, escucho aquellos fríos relatos de cómo las mujeres paren hijos sin haber gozado y en la única postura  permitida. Las mismas mujeres a las que tú aplicarías tu censura. Tu único recurso.
Mira, papá ¿todavía te puedo decir así, verdad? hace años que no digo esa palabra, hace años que no pensaba ni siquiera en todo el odio. Años en los que dejé de cuestionarme, en que me cansé de sentir culpa a pesar de la sarta de recriminaciones. Todo se enfría, hasta la cena más caliente.
¿Te acuerdas de la prueba de embarazo? la envolví bien en papel periódico, no sabía que ustedes me revisaban la basura; esa fue una de las últimas veces que te vi, cuando te dije que de haber resultado positiva habría abortado. Si me esfuerzo aún puedo ver tus ojos saltones, tu rostro verde, como si estuvieras a punto de vomitar. A mí también me pasaron en la secundaria ese video donde sacan al feto con fórceps, donde tiran los pedazos a la taza del váter, la diferencia es que tú te la creíste, tú antepones el derecho del feto al derecho de la madre.
Mírame bien, vas a ver que tengo cara de loca. No soy una buena mujer, no sé bien lo que es eso, pero no imagino que algo de la definición me guste. Sólo una vez más te lo voy a decir para ver si te quede claro. No quiero hijos. No te espantes, no es tan grave lo que acabo de decirte. Mi vida la construyo yo y no te estoy preguntando si te gusta, no te pregunté tampoco cuando decidí tatuarme, cuando decidí besar a un hombre, cuando decidí besar a una mujer, cuando decidí acostarme con uno o dos, o tres o mil. Ya te dije, mi cuerpo es mío, mi primer territorio y mi primera posesión.
No me importa tu idea sobre el aborto, no me importan tus juicios de valor, ya no me hacen daño tus palabras ni lo hiriente que fuiste luego de separarte de mi madre. Debes saber que aquí fallaste, no me da miedo la libertad ni el sexo, ni descubrir que tengo un sinfín de posibilidades, pensarme queer, insostenible, loca y puta. No me molesta pensarme de esa forma.
Ya no me siento víctima, no me importan tus supuestos privilegios, a mí no me da miedo salir sola, ni siquiera a las dos de la mañana, porque sé cuidarme como tú nunca lo hiciste. Conozco las rutas seguras para llegar a casa, pero, sobretodo, para estar a salvo de mí misma. Esta soy yo, mi cuerpo, mi cara, mis nalgas, mis ganas, mi hambre. Quizás en  un par de siglos, agarres por fin la onda y veas que no está chido decir que “se ve mal que las mujeres fumen”. ¡Tu presencia me caga tanto como un disco de los Beatles!  De verdad, lo dejemos pa´ otro día, luego te explico, va a estar difícil. Tanto catolicismo te robó, por lo menos, cinco siglos de historia.
No regreses, no vas a ser abuelo. ¡Vete, déjame! Yo no voy a arriesgarme como mi madre, a tener una hija para que su padre la toque. Sabes que ese es el motivo principal, no hay vuelta de hoja. ¡Lárgate¡ Siempre huyes al escuchar estas palabras.










orquidea psicopata

Horas de sombra y sal




Pásele, joven, ésta es su casa, para servirle, doña Arcadia Cruz, viuda de Romero. Aunque usted ya sabe que en el barrio nos dicen matagatos. Pues sí, la historia es larga y supongo que de eso también va a querer que le platique. Para qué le digo que no, si la verdad estoy re-emocionada, yo pensaba que esto de las entrevistas era nomás para las artistas que salen en la tele, yo creía que a una mujer humilde como yo, no le pasaban estas cosas. Tiene razón, es mejor empezar por el principio.
Pues mire, todavía recuerdo a Artemio, un gato negro que nos visitaba, se dejaba abrazar cuando le poníamos  comida, mataba a los ratones de la casa y dejaba las cabezas en el patio para que las viéramos; mi papá, en agradecimiento, le puso un collar muy lindo, de tela con una plaquita de bronce. Algo le debieron haber hecho porque dejó de llegar durante años, mucho tiempo después nos pareció reconocerlo, estaba bastante flaco y cuando nos quisimos acercar para agarrarlo, salió corriendo, quién sabe si era él, yo creo que sí y que llegó a despedirse, nunca lo volvimos a ver.
Mis papás eran gente muy sencilla, aunque teníamos primos que eran gente bien; hicieron dinero, pusieron tienda, abrieron  negocios. Mi bisabuelo era español, se casó en Yajalón con la bisabuela Trini, dicen que él tenía un carácter fuerte, yo ya no lo conocí y eso que vivió mucho, pero como tuvieron tantos hijos… en total nacieron trece,  mi abuelo fue el penúltimo,  ya no le tocó convivir mucho con el viejo. Sólo se lograron siete, los otros tíos murieron, la mayoría de chiquitos, usted ya sabe. Así era la vida en ese entonces, mi abuelo fue capataz en los cafetales, papá dice que el viejo era duro, se murió en una  caída del caballo, apenas me acuerdo de él, yo tenía unos seis años cuando el pobrecito nos dejó. 
Mi papacito también comenzó a trabajar desde muy chico en los cafetales, pero después se volvió técnico, hacía en el torno todo lo que necesitaba para arreglar  las máquinas. Sí, joven, yo también conocí  algunas fincas cuando era niña, todavía vivimos con mi papá por esos rumbos; ahí por el Soconusco dilatamos un tiempo. Pero como mi mamá sí era de San Cristóbal,  pues siempre tuvieron la espinita de regresarse para acá, y nos vinimos desde que yo tenía unos ocho años.  Pues claro que soy coleta, si yo nací acá, sólo hacíamos algunos viajes a las fincas, pero nos regresábamos con mi mamá cada vez que estaba esperando, para que la ayudara mi abuelita con su quehacer. Es que yo tuve siete hermanos, cinco ya fallecieron, ¡que Dios los tenga en su santa gloria! Sólo quedamos mi hermana Tere y yo, ella es más chica.
Yo fui la primera de todos los hermanos, a mí sí me tocó la vida dura y ayudarle a mi mamita con los hermanos. Mi mamá hacía tortillas, pero no crea, sólo por encargos, yo las llevaba en una canasta para las vecinas, ahí donde vivíamos, en el barrio de La Merced; también me iba tempranito a moler el maíz al molino y a traer carbón.  Con lo que sacaba mi mamá de la venta y lo que nos mandaba mi papá, íbamos saliendo. Teresa fue la quinta en nacer, ya le tocaron otros tiempos, mi papá se quedo acá y puso su torno en San Cristóbal,  nos empezó a ir mejor.  Por ese entonces yo entré a la primaria, tenía como  diez años, pero estudié hasta los catorce, me quedé en el cuarto año y ya no pude seguir estudiando.
Mis hermanos sí llegaron al bachillerato, los varones, Gilberto terminó ya de grande su carrera de abogado, y Heriberto, el que me sigue; mi hermanito era un santo, terminó el bachillerato y se siguió  preparando para ser maestro de secundaria. Era un orgullo, ya sabe cuánto  ganan ahora los maestros, pero era más en ese entonces, además, consiguió dos plazas, una en una Telesecundaria y otra plaza Federal. ¡Si viera como le iba de bien¡ Y  no vaya usté a creer que era codo, si hasta nos invitaba a comer con mi santo esposo y mis muchachos. Bueno, es que por él conocí a mi difunto Carmelo ¡Dios lo tenga en su santa gloria! Eran amigos, a veces echaban sus traguitos juntos, mi difunto marido era zapatero, fue humilde pero honrado mi señor, y pues yo ya tenía catorce años, ya sabe usted que en ese entonces las muchachas no llegaban solteras a los dieciocho. A veces llegaban a la casa, hasta mi papá se tomaba su tequilita para brindar con sus amigos, pues ya ve, me lo presentó y hasta al cine fuimos varias veces, no vaya creer que sola, la tenían a una que acompañar, no se podía salir sola ni siquiera para ir a traer el pan.  Había que llevar también  a los chaperones como les llamaban entonces, a mí me acompañaban mis dos hermanos, porque estaban chiquitos  y les gustaban las películas del matiné. 
Me casé con él a los quince y al, poquito, diosito nos bendijo con mi primer muchacho, mi Paco fue el único que se quedó conmigo, si no fuera por él,  yo viviría sola, y ya ve que una a esta edad ya no puede hacer las mismas cosas, cada día me entra más grande la fatiga. Quién sabe porqué Dios hace las cosas, ya ve que nuestro primer hijo nació enfermo, sí es él, el mismito que le abrió la puerta. Me ayuda en lo que puede, pero apenas sabe valerse solo, tiene que tomar sus medicinas y con eso se mantiene estable, ¡ay si viera cuántos quebraderos de cabeza nos dio mi primer muchacho! De chiquito era callado, era muy rara la vez que hablaba, haciendo esfuerzos lo mandamos a la escuela, pero de plano salió malo para las letras y ya ve, luego lo llevamos al médico cuando le dieron algunas crisis, ya hace tiempo que no le dan las convulsiones, por eso debo de estar bien pendiente de sus pastillas; él solo se programa el relojito que le regaló su hermana y con eso no fallamos. Lo peor es que a la gente le encanta el chisme y dijeron que nuestro Paco nació mal porque éramos alcohólicos, y que de seguro, el Carmelo le hizo daño al niño con alguna de las palizas que me daba. Mi Carmelo sí tomaba para qué le voy a mentir, si usté ya sabe que andamos en boca de todo mundo, le gustaba echarse sus copitas y no le gustaba brindar sólo, pero una es mujer decente, yo nada más besaba el vaso. Y pues sí, tenía carácter fuerte, pero no me pegaba siempre, los esposos son como los padres y si una, aun sin querer,  les da motivos, pues es una manera de corregirnos. Por eso, ahora los niños salen tan irresponsables porque con esa moda de no pegarles, ya ni caso le hacen a una.
Bueno, ya debo de estarlo aburriendo y me imagino que querrá usted saber de mi Mariana, fíjese que ni cuando lo del accidente me entrevistaron, pero ella sí salió en el periódico, esos desgraciados la sacaron así con la sábana blanca. ¡Tan bonita que era mi Mariana, era como la luz del sol! 
Diosito sólo nos mando cuatro hijos, a mi Paco usted ya lo conoce, la segunda fue Rocío, ella vive lejos, es buena para el estudio, siempre fue trabajadora; estudió una de esas carreras raras, pero ni qué decirle porque ella sola salió adelante, no teníamos cómo apoyarla. Es Licenciada en Antropología, mire ahí tengo colgada su foto de la graduación. Ella es la que más me llama, nos manda siempre algo para los cumpleaños y por navidad. Usted perdóneme, pero hace tanto que no la veo, que se me salen las lágrimas sin querer, siempre me deposita algo para los medicamentos de su hermano o para cualquier cosa que podamos necesitar. Cuando llama, le digo que es una santa Todavía tengo esperanza que algún día me dé  nietos, y eso que mi Rocío ya va a cumplir los treinta y ocho, pero no se ha casado, yo creo que ni novio tiene de tan ocupada que está ¡qué rápido se pasa el tiempo!
La tercera en nacer fue mi Mariana, era una bebé preciosa, nació el veintiocho de marzo y así mismito era, como un día soleado. Ya le conté que el bisabuelo era español, mi abuelito guardó una fotografía vieja  de su tía Milagros, él todavía la conoció, y aunque es en blanco y negro se ve que era una mujer hermosa, dice que tenía unos preciosos ojos claros, los mismitos que heredó mi Marianita; eran celestes pero con unas manchitas más oscuras, color violeta. ¡Ya ni le digo, joven, cuántas horas me pasé abrazándola, contándole los deditos y observando sus ojos puros! Era preciosa y, sin saberlo, esa fue nuestra desgracia. Cuando murió tenía apenas trece años. ¡Yo le juro que era una niña, mi Mariana era como un ángel! No, nosotros no supimos nada, no supimos qué pasó. Ya sé que la gente se puso a hablar, dijeron que se había escapado de la casa, que de seguro se había ido con un hombre. Se lo digo yo, que soy su madre, yo la conocía de veras y ella era como una paloma blanca. No supimos quién se la llevó, no supimos si salió a la tienda, pero no creo, porque ella siempre me avisaba. Sabemos lo que usted.
La encontraron en “La Barranca”, ya sabe que me la desgraciaron y los muy malditos, no conformes, la mataron; tenía una pequeña marca oscura alrededor del cuello, nada más; y estaba así tan pálida, tan desnuda como un pájaro, le digo que yo le decía así: ¡Mi palomita blanca! Ese día, cuando la vi por la mañana, llevaba un vestido celeste, un vestidito que yo le hice en la máquina de mi hermana, el color de la tela le resaltaba los ojos. La encontramos con los ojos abiertos; me pasé muchas, muchas horas, mirando por última vez sus bellos ojos antes de cerrárselos. Me hundí en ellos como cuando era bebé y la cargaba, y me perdía mirando esas rayitas oscuras, enumerándolas hasta que perdía la cuenta. Mi Carmelo pensó que me volvería loca, estuve varios días como muerta, sentí que con ella también a mí se me iba extinguiendo poco a poco la vida. No comía, no hablaba, no me bañaba, no quería caminar, me cuidaron varios meses hasta que se me fue pasando, me agarraban de la mano y me arrastraban como a una niña, algo me abandonó ese día que me la robaron. Mi hermana y mis sobrinas se quedaron conmigo hasta que me repuse. Ya sabía que no iba a ser fácil contárselo, pero ha pasado tanto tiempo que ya puedo hablar de ella sin que se me cierre la garganta. Mi Mariana fue la primera muchacha que mataron ahí y, durante muchos años, fue la única; ni siquiera entonces me entrevistaron, se contentaron con sacar su foto en el periódico; su carita pálida, la marca en su cuello y la sábana blanca. Nosotros no dimos la autorización pero tampoco nos preguntaron.
Yo no quise hablar con nadie durante mucho tiempo,  tal vez influyó lo que vi en el periódico, cuando iniciaron la investigación juraron que encontrarían a los culpables, y ya ve, tantos y tantos años, ya se cumplieron veintitrés, y a una se le olvida hasta la impotencia y el coraje y sólo le queda la nostalgia. Abrieron la investigación y no conformes con la pena por la que estábamos pasando, creyeron que el principal culpable era mi Paco, dijeron que su esquizofrenia lo sometía a violentas crisis y que mi Marianita y toda la familia le teníamos pánico. Los  policías no hicieron nada, el periodicazo alimentó los rumores de la gente, pero fuera de eso nunca pasó nada, por supuesto no tenían ninguna prueba. ¿En en qué cabeza podía caber, a quién se le pudo ocurrir tremenda babosada? si mi Paco apenas puede solo, imagínese usted. Nunca encontraron al culpable y ya sabe que la noticia pasó de moda y nadie dijo más. Pasaron varios años hasta que pude volver a salir a la calle.
 Ahí fue cuando me acerqué más al padre Hipólito; en la santa madre iglesia encontré la resignación, le ayudé en todo lo que podía, sobre todo, cuando organizamos la campaña “cristianismo sí, comunismo no” ya sé que el lema nos llegó con treinta años de retraso, pero qué le extraña si al sur todo le llega tarde. El padre quiso organizar unos viacrucis tan grandes como los de Iztapalapa, y es que él era de allá, en su barrio estaba el Cerro de La Estrella, pero la gente hasta con eso se ensaña ¡sálvenos, María santísima!, hasta del padrecito empezaron a hablar pestes, quesque era un “fanático”  religioso y estaba haciendo mucho daño a la comunidad de feligreses ¿Cuáles feligreses? si sólo yo y doña Chonita le ayudamos con la campaña y los desfiles; si el pueblo está lleno de una bola de ateos desgraciados que sólo el domingo van a misa, bien peinados y boleados, para que los vean ahí, paradotes como estatuas. ¡Ay, sagrado corazón, ya ni eso es lo que era antes! El padre de ahora, el padre Heberto, no se esfuerza por predicar los sagrados evangelios, a él lo mismo le da quién llegue a misa, le da igual si llevan escote o minifalda, hasta si llegan acompañados de la querida. 
Disculpe usted, ya sé que la juventud no salió muy religiosa, tampoco mis hijos lo son, fue culpa de nosotros que no les enseñamos más valores. Pero es que me entra la añoranza al pensar que ese primer día que salí a la calle, yo entré en la iglesia como una oveja perdida, me sentía como ciega; estaba tan llena de furia cada vez que pensaba en mi Mariana, pero el consuelo que le supo dar a mi alma el padre, era como un bálsamo, yo andaba confesión tras confesión y era como entrar seguido a la pila bautismal, hasta limpiarse, hasta salir poco a poco redimida. Gracias a esas distracciones que me dio la santa iglesia pude sobrevivir a esa pérdida, que por desgracia no fue la única, pero sí la más difícil de sobrellevar.
Al poco se me enfermó Carmelo, pasamos años difíciles, lo atacó un cáncer de hígado, que para colmo me lo debilitó, pero no se lo llevó rápido. Al final ya no teníamos ni para las medicinas. El pobrecito sufrió mucho, la morfina que nos daban en el Seguro, durante sus últimos días, apenas le hacía efecto para un par de horas ¡Diosito me lo tenga en su gloria! Ya no sé desde cuándo llevo el luto, apenas me lo iba a quitar, pasados unos años de lo de mi Mariana, cuando se me enfermó el Carmelo, se me fue extinguiendo poquito a poco como una vela, fueron años de verlo consumirse sin que pudiéramos hacer nada por él.
Mi Rocío, desde entonces, nos manda dinero, ella se fue a hacer su maestría, yo no entiendo esas cosas del gobierno, dice que le pagan por estudiar, y le pagan bien, gracias a ella pudimos solventar los gastos del entierro, porque lo poco que tenía ahorrado apenas llegaba para la caja, y ni modos que no pagáramos las misas para la salvación de su alma. Ya sabe usted que somos pobres, pero decentes,  a pesar de lo que digan de nosotros.
Pero permítame, mire, nada más le enseño esta foto, verdad que era un bebé chulísimo, hasta sus pestañitas rizaditas tenía mi Juan, parece niño Dios, que me perdone por decir eso, el niño santo. Es que no le he contado nada de mi Juan, mi último hijo, hace mucho que no lo veo, ni siquiera sé a dónde se fue a vivir. Ese muchacho sí  nos dio dolores de cabeza, primero le gustó el trago, su papá no decía nada porque era cosa de hombres, pero después nos dimos cuenta de que estaba en drogas. Mi Juan se llevó la tele, el modular, nuestros ahorros… no vaya a creer que siempre fuimos igual de pobres,  y antes de irse hasta se robaba trastes, empeñaba todo. Ya sé que estaba enfermo, y que por la maldita droga llegó a robar hasta a su santa madre. Rezo todos los días por su salvación. Yo no creo que sea un ingrato, creo que no pude inculcarle todo sola, fue mi culpa, porque para entonces el Carmelo ya estaba postrado en esa cama, y no crea que es fácil educar a un hijo sola, sobre todo, porque su carácter siempre fue así, parecía mula, potro salvaje. Desde que  era chiquito uno le decía: “no vayas a hacer tal cosa”, zas, directito que se iba para hacerlo. A veces, los gatos que vienen me recuerdan al Juan, al principio son ariscos, llegan llenos de heridas, de costras, huelen a macho y cantina, pero después una los cura, y al paso del tiempo se vuelven dóciles. Ojalá algún día lo lleguen a ver mis ojos aparecer por esa puerta, estoy cada día más vieja, pero espero que Dios me preste vida para verlo regresar.
Pues sí, ahora sí le cuento como empezó la historia de los gatos. ¿No quiere más cafecito? Ahorita se lo pongo., ¿Quiere con su rajita de canela y su cascarita de naranja? Claro que así sale más rico y perfumado, así lo hacía mi mamacita ¡que en gloria esté!
Al primero que llegó le pusimos Bola, no sé de dónde salió, tenía manchas negras, blancas y anaranjadas,  y traía cataratas en un ojo, Gladys dice que no es común en gatos sino en perros, pero él tenía como una nube en el ojo izquierdo. Ahorita le cuento más de Gladys, aunque usted ya la conoce. El Bola seguía por toda la casa a mi Paco, parecía su sombra, dormían juntos, comían a la misma hora; yo siento que mi Paco empezó a ser más sociable gracias a ese primer gato. Cuando llegó ya se veía viejo, pero vivió bastantes años, y eso que le pusimos Bola porque tenía una bolita del lado izquierdo, cerca de la pata, con el tiempo empezó a renquear, pero no le creció mucho en todos esos años. No teníamos para el veterinario y nunca lo llevamos para ver si lo podían operar, en ese entonces no conocíamos a Gladys. Pero ni falta que le hacía caminar, mi Paco lo llevaba abrazado las veinticuatro horas y el gatote panzudo se dejaba como un bebé de brazos. Mi Carmelo ya estaba enfermo, sino lo hubiera corrido a patadas.  Viera que en parte todo ocurrió por él, para que no lo mataran y que el Paco no se me pusiera triste. Usted ya sabe que nos apodan “matagatos. La cosa fue así: ya me había encontrado unas gallinas muertas, esas ni las comió, sólo las mató, y de los pollos sólo encontraba las plumas;  yo  sabía que el Bola no había sido porque el pobrecito apenas podía salir al patio para hacer sus necesidades, él siempre estaba adentro de la casa, persiguiendo a Paco, y no salía en la noche, porque dormían juntos.
Era un gato blanco, bastante grande, lo vi salir de la cocina corriendo con una presa de pollo, el gato se las ingenió para entrar no sé por dónde y empezó a robarse cosas de la cocina. Pero lo que más coraje me dio, fue cuando vi que atacó al Bola, le arañó un ojo, el ojo bueno y pensé que me lo había dejado ciego, estuvo a punto de matarlo. Entonces me dije, ahora sí me lo friego a éste desgraciado, compré el veneno y lo dejé en el patio, esa noche encerramos al Bola para que no saliera ni del cuarto. Al día siguiente, me encontré diez gatos muertos regados por el patio, el ladrón resulto gata y con gatitos pequeños, le juro que a los otros nunca los había visto.
 Mi Rocío todavía no se había ido a vivir fuera, ella escuchó mis gritos y salió corriendo, ¡y a ella que le gustan tanto los animales! Mire, aquí está ella dándole su comida al Bola, esa es la única foto que le tomamos al pobrecito. Pues sí, la Rocío me dejó de hablar cuando le dije llorando que yo había puesto un platito con carne envenenada, le dije que era para salvar al Bola, que ese gato nos robaba comida, que fue un accidente, que no sabía que bajaban al patio tantos gatos, que no sabía que había tantos gatos sueltos por el barrio. Ninguna excusa le valió, se llevó sus cosas al día siguiente y se fue para la casa de mi hermana.  Se disculpó llorando, buscando a los dueños entre los vecinos, los entregó limpios y perfumados, en cajitas blancas, aunque más de uno no quiso ni recibirlo para enterrarlo; irónicamente, la gata blanca con sus tres gatitos, terminaron aquí enterrados.
Vaya usté a ver el escándalo, yo no podía con la pena, no quería ni asomar la nariz a la puerta. Hice penitencia más de cuarenta días, desde entonces no como carne, es que estuve a pan y agua varios meses. Fui a confesarme unas diez veces con el padre Hipólito, no me perdonaba el haber matado a esas criaturitas del señor.  La culpa no me dejaba ni dormir. Como dicen por ahí, siempre pagan justos por pecadores, la gente dijo que mi Paco los había ahorcado uno por uno. ¡Vaya usté a creer, lo que hay que oír, niño santo! Él que quería tanto al Bola.
Durante mucho tiempo sólo tuvimos cuatro; va a creer que estoy loca, pero yo siempre les hablo. Me recordaban a mis hijos y  les hablaba como si fueran ellos. Viera que la Violeta es la gatita más linda que pisó esta casa, la encontramos en la calle medio muerta, se recuperó rápido, tenía los ojos celestes, como de siamés, pero era gris con rayas blancas, sus ojos tenían manchitas negras que me recordaban a los de mi Mariana. Se perdió cuando iba a cumplir  dos años de estar con nosotros, me dolió tanto como si se hubieran llevado a mi Mariana por segunda vez. Puede que entonces se le ocurriera a mi Rocío contactar a Gladys para que me visitara, puede que sólo entonces, tantos años después, haya creído  de veras en mi arrepentimiento. Cuando Gladys me conoció teníamos pocos, ella nos trajo algunos más, pero la mayoría llegan solos. Ahorita tenemos veinte. Gladys y mi Chio fueron amigas en la prepa, yo apenas la recordaba, me dijo que era bióloga y que trabajaba en una asociación, no sabía para qué me contaba esas cosas, hasta que me propuso lo de la casa de descanso, dijo que el proyecto ya se lo habían autorizado, pero lo más difícil era contar con un espacio para ellos donde  no estuvieran solos.
Viene cada cierto tiempo, cuando hay un gato nuevo se lo lleva para esterilizarlo, tenemos tantos que es importante evitar que se peleen, mire ahí están todas su camas, son todas cajas de frutas forradas de tela, nos quedaron rebonitas, ¿no? Hasta el Paco nos ayudó a colocarlas. Gladys  compra los sacos de comida y  viene a revisarlos por si hay alguno enfermo, aunque en realidad todos tienen lo suyo. Aquí sólo vienen los gatos como yo, viejos, feos, achacosos y enfermos, gatos llenos de recuerdos. Aquí se vienen a morir, esta es su última casa, me trae a los que sabe que ya no tienen una segunda oportunidad. Cuando encontramos algún gatito pequeño mejor ni nos encariñamos, porque sabemos que a ellos los adoptan rápido y apenas duran semanas aquí, antes de que Gladys se los lleve.
Sí, nos paga una pequeña renta, con eso hemos ahorrado para techar el patio y cerrar todo para que no se vayan. Sé por cuenta propia que el mundo, así como está ahora, no es un lugar seguro para los gatos, son demasiado buenos, demasiado hermosos, me recuerdan siempre a mi Mariana. Fíjese que no, hasta ahora los vecinos no se han quejado, los gatos son muy limpios aunque tengan mala fama, también en eso se parecen a nosotros. Yo no tengo que limpiar nada porque hacen sus necesidades en el patio y tienen suficiente espacio para estar todos. Sí, todavía nos llaman “matagatos”, qué chistoso; ya sé que es muy mal nombre para un refugio, por eso Gladys escogió “La última morada”.
Bueno, joven, cuando guste, esta es su casa. Disculpe por haberlo entretenido tantas horas, pero es que normalmente sólo platico con los gatos. Perdone usted, pero a veces estas horas de sombra y sal se vuelven tan pesadas. Ya sabe que aquí le preparamos su cafecito con su rajita de canela  y naranja, ojalá pueda venir el sábado, es el día en que por lo regular viene a vernos mi hermana, aunque sea media hora. Le puedo pedir que traiga sus álbumes, tiene un montón de fotos de la familia. Sí, ya sé que a usted las que le van a servir son las de los gatos, también tiene de ellos, mis sobrinas las han tomado con su cámara. No se preocupe, en cuanto me llame, yo le digo que las traiga. 













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