Mariana nació en una ciudad pequeña, fronteriza, llena
de humores variopintos y acentos diferentes. Le hubiera gustado pertenecer a
una ciudad caliente, donde los niños van a bañarse al mar, corren semidesnudos persiguiendo
perros y comiendo mangos; quisiera haber olido a sal y a fruta. Pero nació en
una ciudad gélida, en un día lluvioso. Un lugar
donde los amaneceres están llenos de niebla e impiden ver el sol.
Le gustaba imaginar que se llamaba Marina, y no Mariana, Marianita, imaginaba que había nacido
un poco más al sur o al este, que tenía la piel tostada y las plantas de los
pies suavemente habituadas a la arena; le hubiera gustado ser en parte esencia
de salitre y de amaneceres cálidos con sabor de tamarindo.
Vuelvo a mi infancia de pájaros ciegos, de charcos
risueños y de perros flacos, de muros sucios y
casas grises.
Vuelvo a mi infancia que encarna la imagen de la
contradicción: la casa burguesa de los
abuelos, el piso de piedra natural, la televisión con ciento ochenta canales, y
mi barrio: nuevo, sin identidad, con techos de lámina y paredes sin pintar.
Vuelvo a la calle que siempre olía a polvo, a estiércol de vaca, a plumas de
pollo y a desagües.
La imagen más recurrente es la de los perros de mirada
dulce, sarnosos, flacos, que inundaban la calle y a los que mi madre no me
dejaba tocar. Y es que yo era la niña frágil, la que se enfermaba si se quitaba
los zapatos, la que no corría descalza ni podía correr más de veinte metros sin
tener que usar el inhalador, la que torcía los pies cuando caminaba, la que se
caía porque tenía pie plano, la que
nunca aprendió a saltar la cuerda, a inflar un globo ni a jugar bien a la
pelota.
Mi mundo se redujo durante muchos años a un entorno
mágico, un cuadrado de diez por diez, habitado por pájaros, colibríes que
llegaban a libar en las flores de mi madre, catarinas (muchas más de las que
hay ahora), y “Muñeco”, ese perro mestizo como yo; multicolor, que me enseñó a jugar a la pelota.
Entonces el jardín era una selva, habitada por campanas,
tulipanes, pájaros negros, elotes y manzanas. En esos tiempos mi madre era una
mujer distinta, tenía un aspecto descuidado y siempre cantaba en la cocina
mientras arreglaba jarrones con rosas cortadas del jardín. Las flores eran de
un rojo oscuro, casi negro.
Mi madre se llama Clara, y en verdad es alba, alborea,
transparente como un amanecer. Ella sola hubiera podido fabricar ésa semilla,
no sé si buscó mal, si no buscó, o si por alguna razón escondida dentro de su
orgullo, se dijo que podía tenerme aun con un ser con la naturaleza de mi
padre.
Pasaron muchos años para que pudiera conocer parte de su
historia, pero desde entonces supe que una tibia tristeza la acompañaba, no es
que la viese llorar demasiadas veces durante mi infancia, pero había algo en su
voz, en sus ojos y en su sonrisa, que me hacían sentir que una nostalgia tibia
y dulce como un gato se le acomodaba en
el vientre, le ronroneaba en la garganta.
Guarda esos
recuerdos de su infancia, las sensaciones que tuvo, las imágenes, como tesoros.
Es curioso cómo tantos años después pueda darse cuenta, de que la apreciación
que tenía de esos seres, no era errónea.
Su madre tiene las pestañas rizadas; los párpados
oscuros, de color café, contrastan con su blanca piel; tiene las mejillas
enrojecidas y ojeras permanentes, sus ojos brillan con un destello intermitente
que no respeta la risa ni las lágrimas. Lo que más le gustaba de su madre son
esos ojos que vienen de la familia del abuelo, ojos enormes y expresivos.
La abuela Soledad tiene la voz muy fuerte, puede resultar
desagradable, pero a Mariana nunca le ha parecido eso. Desde pequeña la llama
mamá.
Siempre me hablaba en un tono especial, reducía su voz,
la contenía, para darme ese tono amelcochado que tanto me gustaba. Admiré
siempre su elegancia al mirar a la gente, al saludarla, a pesar de que nunca
salió de este pequeño pueblo sus ademanes parecían europeos.
La recuerdo un día quebrando los platos, lanzándolos al
suelo uno a uno, mientras lloraba. Después de divorciarse, cambió mucho; aunque
se había esforzado durante diez años por esconderse, por desaparecer bajo esas
faldas largas; aunque se disfrazó durante tanto tiempo de esposa abnegada y
tonta, se demostró a sí misma que podía ser otra. Y aunque muchas cosas
cambiaron, siempre pensaré en ella con la mirada triste mientras arregla un
jarrón lleno de flores.
Ni estación es, le dicen apeadero. Veinte metros de
cemento a ambos lados de la vía. El tren pasa cada hora, el trayecto dura un
poco menos. Las calles son aguanieve y barro, entre los bloques de pisos apenas
logra verse el pequeño edificio de ladrillos. Soledad se levanta temprano los
lunes para volver a tiempo a casa de los señores. El domingo regresa a
mediodía. Todas las semanas igual, ya son seis meses de estar así; del pueblo a
la capital, de la capital al pueblo. Atrás quedó la otra rutina diaria; la de
caminar hasta la fuente a traer agua, dar de comer a los cerdos, la cosecha, la siega, la vendimia, según la
época, la firmeza dictatorial de sus padres, las injusticias de sus hermanos y,
también, el amor de su hermana.
Me encantaba su tono meloso y que siempre tenía
golosinas, muñecas de porcelana, frascos de perfume, cajas de música y
alhajeros llenos de joyas. A veces me hablaba como a Fido o como la servidumbre
y ése tono hiriente y dulce me encantaba.
El cambio vino por la edad, no eran tiempos donde se
pudiera elegir. Más tarde llegarían las interminables jornadas haciendo
pelucas, otras fábricas por limpiar, correr ante los caballos y la porras de
los policías en las manifestaciones, más casas de buenas familias y siempre la
suya propia; con tres hijos y un marido malabarista de turnos dobles y terceros
trabajos para evitar números negativos.
Había algo en la voz de mi madre que parecía frágil.
Durante toda la vida la he visto como a una hermana; a ésa edad la percibía
como una chica triste, tantas veces a punto de quebrarse. No temía a su
autoridad, quizá debido a esa voz niña que me reñía y me consolaba segundos
después, una voz delgada y dulce.
Procuro evocarla cerrando los ojos y buscando en las
imágenes que guardo dentro. La veo en la cocina, incapaz de complacer a mi
padre aun con guisos deliciosos. Veo la
cocina de mosaicos amarillos, y ventanas grandes, la veo cantando canciones que
tantas veces la hicieron llorar.
Sube
mecánicamente sus catorce años al tren, se sienta siempre junto a la ventana y
mira pasar los edificios y los sembradíos desde la duermevela. A veces piensa
que eso es pensar, confundir lo que se vive con lo que estaría viviendo si nada
hubiera cambiado. El sueño le gana un pedazo de viaje, abre los ojos y ve
algunas cabezas por encima de los asientos, algunos pasajeros leen de pie el
periódico. Se van acercando las gárgolas negras, vigilantes en lo alto del
techo abovedado de vidrio y acero. El tren se va deteniendo con un chirrido
metálico, dejando oír los tintineos acompasados, los golpes secos de las
puertas que se abren y cierran, el bullicio de los andenes, la gente haciéndose
paso por escaleras y túneles.
La casa de la abuela me gustaba tanto que a veces
escondía frutas, verduras, o incluso trozos de pastillas aromatizantes para
baño, en los bolsillos de mi ropa, para llevarme un pedacito de ella. Al llegar a casa mi madre los descubría y no
entendía por qué los había robado. Lo que quería guardarme en el bolsillo era
algo de la claridad de esa casa, era desilusionante ver cómo los objetos
perdían su brillo y se volvían comunes.
Disfrutaba trepando en los durazneros del patio; en un
árbol había duraznos dulces y amarillos, el otro, más pequeño, tenía frutos
blancos con las semillas rojas, un poco
más ácidos.
A las siete de la mañana ya está vestida de uniforme.
Da los buenos días, sirve el desayuno, ayuda a vestir a los niños, recibe los
primeros encargos del día y comienza por las camas. Se van los señores, y la
casa es de la servidumbre. La radio canta las primeras coplas de la mañana, y
ella tararea suave mientras barre, friega, limpia el polvo, sacude las alfombras,
los cojines, lava ropa, plancha los manteles; a media mañana una pasada rápida
por la cocina para una taza de leche y un trozo de pan de ayer.
Soledad es blanda, la persona más débil de mi genealogía,
necesita de Dios, como un cachorro necesita de una madre, se ata a él como su
recurso imprescindible, lo evoca a la hora de comer, entre comidas y a la hora
de la cena, seguro reza antes de dormir, encomendarse a Dios es su plato
favorito, y su entremés.
Mi abuelo, me gustaba mucho. Se llama Francisco como su
padre. Con él, nunca era posible equivocarse porque te ponía las cosas claras,
una carcajada sincera o una voz grave y sentida reprochándote. Me gustaba
porque no tenía una risa fácil, se reía
hacia adentro con un gesto en los ojos y una contracción de la barriga, pero
sin hacer ruido, igual a un caracol
dentro de su concha.
Con suerte, podrá salir a la esquina si algún
ingrediente falta para la comida. La tienda está cerca, pero ella se tarda
mirando los coches, los tranvías como
trenes extraviados en busca de una estación, los vestidos estampados, las
pieles, los trajes nuevos de los transeúntes que sólo caminan sobre asfalto y
nunca llevan barro pegado a los zapatos ni a los pantalones.
Es difícil hablar con ella, pone la atención de una niña,
pero busca siempre la moraleja. Mi abuela pertenece a otro siglo, su mundo está
lleno de luz y de seres buenos, de pasillos enormes iluminados con arañas pendientes
del techo, un mundo que mezcla carteles de neón, vestidos victorianos,
maquillaje discreto, hadas, príncipes, princesas y carteles de Hollywood, todo
salpicado por una fina lluvia de color dorado, que quizá pueda traducirse como
la omnipresencia divina.
Le gustaba el silencio, prefería no hablar mucho, la
mayoría del tiempo decidía alejarse, a la sala o a su habitación y cerrar las
puertas. Mariana siempre lo seguía desde que tenía pocos años, aunque él viera
películas en idiomas que no entendía, o se quedara callado, leyendo, durante
mucho rato; le gustaba su aire, jugar
alrededor de él, sin hacer ruido, para respirar ése airecillo polvoso y solemne
que parecía espeso a su alrededor. Con
él, descubrió mucho de lo que disfrutaba.
Cuando llega la tarde la casa se va llenando, el señor
quiere su copa, sus pantuflas, su puro y su libro. La señora quiere
tranquilidad, una tila, que le preparen el baño y que pongan su novela en la
radio. Trajinar en silencio cansa más, hay una tensión que sólo el silencio del
sueño consigue romper.
Me gustaba mucho ojear sus libros, un libro de primates
era mi favorito, me gustaba la variedad de extrañas posturas, me gustaba ese
libro por sus colores vivos y sus hojas gruesas y brillantes, todavía no sabía
leer pero pedía ver las fotografías para que me contasen historias.
Son más de las once cuando puede retirarse. Comparte
un pequeño cuarto con Rosa, la encargada de la cocina. En diez metros cuadrados,
hay dos catres, con una silla a los pies. Un viejo aparador, una lámpara en la
mesita y una ventana que mira al patio. No se necesita más para dormir, normalmente
mira al techo, y siente el olor a jabón de las sábanas blancas.
Las películas fueron pocas y duraron poco tiempo. Cuando
él aún conservaba sus cintas de video y me decía seriamente que iba a ver una
película “de gente grande”, me predisponía a prestarle atención y a pensar que
sería una lección importante, y al terminar, en efecto, yo sentía que había
aprendido algo, aunque hubiese visto “la bella durmiente del bosque”. Luego
vendió todas las cintas y llegó la televisión por cable con la que se terminaron
las películas interesantes y las cambió por la programación chatarra de cine de
“estreno”, proyectada sesenta veces por mes, o sea dos veces por día, por la
tarde y a la media noche, por si quedaba duda. Los libros que me dio dejaron la
huella más honda en mi vida, y que aún ahora ocupa la mayor parte de mi tiempo
y de mis prioridades.
Recuerdo la comida de mi madre, la sensación al sembrar
hortalizas en el jardín: rábanos, zanahorias, fresas…
La biblioteca estaba en el cuarto de planchado. Había
muchos libros y muchos objetos que le parecían mágicos. Había reglas y moldes
para hacer dibujos de formas extrañas, rompecabezas, óleos, frascos de tinta
china, colores de madera, figuritas y sobre todo un armario que en cuanto era
abierto, inundaba con un cierto olor a madera y polvo, el pequeño cuarto.
Cuando mis padres se divorciaron, tenía ocho años; mi
padre soltó todo su veneno para contarme cosas acerca de mi madre, de sus
amantes, de sus errores, de su aborto, de lo aberrantes que eran las decisiones
que ella había tomado en su vida, yo le creí y durante mucho tiempo sentí un
odio sordo por mi madre, pero a él también
comencé a odiarlo porque sus palabras quemaban por dentro, ardían.
Nunca tuvimos nada en común, mi madre nos unió por
casualidad o por destino, quizá para que mi padre fuese mi tragedia griega,
para ser Electra y luego Edipo, cuando tuve diez años ya no pude soportarlo por
lo que me había dicho, por lo que había hecho en mi madre, porque había
intentado mancharme de diferentes formas y de alguna, había logrado ensuciarme
con su rencor y su miedo.
Recuerdo los cuentos para colorear y los que traían
letras y dibujos, narrados en un casete,
esas cintas me gustaban mucho, me emocionaban sin importar cuántas veces las
hubiera oído antes.
Su tono de voz era más bien plano, las únicas observaciones destacables que recuerdo eran
sobre las maravillosas ventajas de hacer ejercicio, o alguna frase venida de un libro de superación personal, sobre cómo hablar en público y cómo ser una
persona exitosa, aunque obviamente, él no hacía ninguna de ésas cosas.
Mi abuelo decidió seguir con los libros el mismo proceso
que con las películas, diciéndome que eso no era un libro para niños, que ese era
un libro para “gente grande”. Yo comenzaba a leerlo emocionada.
Mi abuelo marcaba el fin del mundo, su dimensión, qué tan
grande era éste, pero, sobre todo, hasta dónde podía llegar.
Cuando mi curiosidad dio muestras de ser demasiado grande,
comenzaron a quitar la llave que cerraba el librero porque yo preguntaba por
libros “incómodos”, nunca volví a preguntar por ellos y la llave volvió a su
sitio y los ojeé muchas veces a escondidas.
De pequeña lo quise mucho y tuve ese enamoramiento del
que hablan los psicólogos, aunque en realidad nunca me dio motivos para
gustarme, no era una persona de ojos tristes, ni tenía la elegancia de mi
abuela, no era en absoluto interesante, era sólo mi padre; poco a poco fui
desprendiéndome de él, como una costra.
Era católico, conservador, leía poco, le gustaba el fútbol y los deportes, era una
de ésas personas que suelen no gustarme, pero yo aún seguía queriéndolo.
Cada vez que iba a
verlo no podía evitar sentirme disgustada con su familia, ¿mi familia? con su
forma de ser, de reír, de comer, yo no era parte de ese mundo, era un extraña y
me hacían sentir como tal, todos esos seres oscuros.
Esta noche soñé que era otra, soñé que cantaba hasta
quedarme ronca, me reía tanto que empezaba a pensar que estaba loca. Yo era la
otra, ella, pero también era yo misma.
Nunca volví a
darle una oportunidad, mi padre es un ser gris que lleva una vida lejos de la
mía, un personaje al que llamaría Nada, porque nada destacable representa.
Lo confuso del sueño es que cuando ella me hablaba la
miraba como a otra, pero al llegar a casa y verme en el espejo de la entrada,
me vi exactamente igual a ella. Quizá por eso le dije que me deprimían los
espejos, me ayudó a colocar una tela sobre el vidrio.
Cuando tenía once
años me dio un libro que hablaba sobre un divorcio, había un suicidio, el tío
de la chica la obligaba a ver pornografía para después violarla, luego de
seguir siete sencillos pasos, todos se perdonaban y la historia tenia un final cristiano
y conmovedor, me preguntaba si de verdad lo había leído y, sobre todo cómo
podía dármelo, era asqueroso y tan poco creíble como esos “guerreros” lograban sanar y recuperarse.
Cuando cantaba, yo me dejaba tocar, entraba en trance y ni siquiera me daba cuenta de las
manos que recorrían mis senos y me alzaban la camiseta, luego la puerta y el
desfile de rostros confusos uno a uno, la marcha interminable con la canción de
fondo, sonando a lo lejos y también resonando en mis pulmones, en mi caja
torácica, estallándome por dentro, la música humedeciéndome, escurriéndome,
vaciándome, llenándome, dejándome indefensa. Tú preguntabas ¿es justo, se lo
merecía, se daba realmente cuenta de que sus piernas pendían laxas,
deshilachadas, igualitas que las de una marioneta?
Desde entonces, Mariana odia a la mayoría de mortales
religiosos, le recuerdan el moralismo de su padre, lleno de contradicciones, y
esa ocasión en la que su padre estuvo a punto de tocarla, ¿Qué diría su Dios?
¿El vengativo o el tolerante? si ella hubiera sido un poco más tonta, si no
hubiera corrido despavorida a la cocina de la abuela; se llamaba Santa Eulalia,
era realmente buena, por la noche podía verse un halo a su alrededor.
Lanzando los platos al suelo, uno por uno, deteniéndose a
escuchar el sonido de su impacto. Lentamente, colocando las rosas por última
vez en esta casa vacía, ésta que no volverá a pisar nunca, reconciliándose con
sus muros y llorando una oración, una plegaria a los colibríes, al perro, a las
ratas, a los seres de los que se despide; llorando, brotando como un río,
mientras su hija de cuatro años la observa lavarse la cara, ponerse rímel,
colocarse el brillo de los ojos, la sonrisa en la cara y el rojo sobre los
labios; poner el jarrón sobre la mesa, cerrar la puerta.
La abuela era una santa, doce hijos, y la especial carga
del pobre Juan, el pobrecito era esquizofrénico, ni siquiera gritaba cuando
Juan la golpeaba, cuando estrellaba su cara contra la pila, cuando la llevaba
del pelo hasta la cocina para que le dijera dónde había escondido la comida. La
abuela era una santa, había aprendido bien, era sigilosa hasta en la desgracia,
comedida, discreta y sumisa. Se callaba a pesar de las miradas en la iglesia,
cuando ésas viejas enfundadas en chales oscuros, cuando ésas mujeres que no
tenían otra cosa que hacer, la señalaban.
Si fueran buenas cristianas se hincarían y pedirían perdón por su
pecados, por mi culpa, por mi culpa, por
mi gran culpa, por eso ruego a santa María siempre virgen, a los santos, a los
ángeles y ustedes hermanos para que intercedan por mi ante Dios nuestro señor.
La miradas esquivas, por el rabillo del ojo, sus propias hijas cuchicheando a
la hora de comer, señalando los moretones con los dedos sucios. Todo honor y toda gloria, anunciamos tu muerte proclamamos tu
resurrección. Tuyo es el reino, tuyo el poder y la gloria ¡ven señor Jesús!
En el sueño cantaban, llevaba a muchas detrás, parecían
olas, parecían sacadas de una postal. Respiraban al unísono, Ahí lo mismo daba
que fuera Theroigne, Elvia Carrillo, Petra Gómez, Simone, Ramona, Virginia, Aura, Beatriz, Aída,
Soledad, Clara o Mariana. Eran una, un solo cuerpo, un solo rostro. A pesar de
que algunas gritaban, a pesar de que otras callaban, unas silentes, unas locas,
unas pestíferas, otras ígneas, perfumadas. Una sola, en su diferencia, en su clamor distinto, en su llanto, en su
descaro, sólo un rostro en cada carcajada. Me vi en ella, vi mis ojos en los
suyos, tuve miedo, le pedí que tapara los espejos.
En el sueño, eran libres, sin dogmas, sin doctrinas, sin
rosarios, vaginas de colores: pálidas, rosáceas, negras, verdes, lilas. Iban
muchas, parecían olas.
orquidea psicopata