…Pero solo era fantasía. La pared era muy alta como vez, no importara lo que intentara no podía ser libre y los gusanos carcomían su cerebro.
Repite el estribillo, su cabeza esta a punto de estallar. El tequila sienta bien en su garganta reseca. Mariana aún duerme.
Luís.
Odio tener que despertar todos los días antes que ella. Antes disfrutaba viéndola mientras dormía. Saboreaba el calor que a esa hora aun no es sofocante, el rumor lejano de las olas, de las primeras voces, el ambiente arenoso de la costa. Ahora todo va tiñéndose con el color de la rutina. Ella esta ahí, de espaldas, pequeñas marcas rojas se distingue en la carne morena de sus nalgas. Huellas del pasado imposibles de borrar. Somos presa del tiempo. Me duele saber que he llegado tarde a su vida, cundo ya todo estaba impregnado de manchas. Me pregunto si yo soy una cicatriz más, o si mi llegada ha sido tan suave, tan lenta, tan imperceptible que podría disolverse en cualquier momento de la misma forma, tenue y sin dejar rastros. ¿Merezco ser algo que perdure en ella? Que las marcas de este animal amargo perforen su cuerpo y su mente. ¿Debo dejar los vestigios de mis dientes sobre su cuello y absorber su sangre, si no puedo ofrecerle la redención?
Recuerdo el primer día que la vi. Su cabello ondulado rozaba sus hombros, enredado por el viento. Su camiseta rosa, ajustada, sutilmente traslucía sus pezones. Parecía feliz, tan viva. Casi me molesto su naturalidad. Pensé que el aire que respiraba debía ser otro, menos seco y mas tibio. Me preguntó si podía sentarse y pidió un café. Vi sus ojos profundos como pozos. Ahora, después de haberme hundido en ellos, sé que son pozos vacíos. Había algo en ella que no podía ocultarse. Entonces pensé que la había juzgado a la ligera. No debía ser tan superficial como me pareció al principio. Le dije:
-Dos personas solitarias no quieren dejar de estarlo- sonrió
–Sí, la maldita soledad sin uno mismo, dice Sabines- me dijo.
-La soledad también puede ser una llama- respondí.
Y comenzó a hablarme de Benedetti, de la película de Eliseo Subiela. Me propuse no hablarle de la nausea, no mostrar de golpe la podredumbre que brota de dentro hacia fuera. Pensé que era joven, seria fácil conquistarla si no hablaba de más. La llama creció. Le pedí su teléfono, luego la invite a tomar algo. La bese. Después de unos tequilas me descubrí pegado a ella en el pasillo, mordiéndole el cuello, metiendo mis manos por debajo de su falda y apretándole las nalgas, me susurraba que no lo hiciera, que podían mirarnos, pero sonreía traviesa. La tome de la mano y la conduje al baño. No le importo que 3 tipos la miraran entrar. Hubiera querido que fuese eterno. Pensé que no volvería a verla. La invite a comer a mi casa el fin de semana. Anoté la dirección. No creí que llegara.
La comida se enfrió, mientras la desnudaba sobre el sofá, note las marcas rojas que tenia en los brazos, en los pechos y en las nalgas. Me dijo que había tenido una relación extraña. Le gustaba que él le hiciera ciertas cosas. Después de un tiempo de seguirnos viendo me hablo de él. Menciono su nombre solo una vez. Me hablo sobre los cuchillos y las cuerdas, sobre estar atada y con los ojos tapados, sobre las sensaciones. Sé que no fue ella quien decidió dejarlo. Creo que todavía lo extraña. Habla de él un resabio de tristeza, creo que extraña lo que él podía darle y yo no. Sabe que se ha convertido en mi única obsesión, ella esta obsesionada con el dolor. Solo una vez la vi cortarse, se levanto de madrugada después de haber hecho el amor. Pensó que estaba dormido. Tomo algo del último cajón. Sus facciones se tensaron cundo apareció el primer surco rojo. Su expresión delataba un doloroso placer, pensé que debía sufrir la misma abstinencia que un adicto, sin su dosis necesaria. Gimió despacio. Lamió las gotas de sangre que escurrían por sus brazos. Se puso el pijama y se acostó de nuevo. La abrace. La Abrace muy fuerte. Comenzó a llorar. Ahora, mucho tiempo después. Ella aun esta aquí, en la misma posición fetal. Junto a mí. ¿Para que diablos puede servirle mi ternura?
Mariana.
Si pudiera dar un salto delante de esta telaraña que me aprisiona. Amanece. Recuerdo esas palabras agrias, dulces, paladeo cada letra y la mirada de sal. Pienso en Anaïs, en la profundidad de esos ojos, pupilas en las que parece que podrías ahogarte, sus ojos no eran pozos vacíos, estaban llenos de musgo, de helechos, de ranas, de agua. Llenos del terror que evoca la luz. De misterio producido por la oscuridad de la vida. Mis ojos van perdiendo el brillo, todo se hunde, lento bajo la vacuidad. El reposo, la tranquilidad, el cálido vacío. Los rayos de sol entran por la ventana. Sé que el esta de pie, que me mira. Espera a que tenga los ojos abiertos para darme los buenos días. Espera que sonría, que prepare café y huevos como siempre. Pero yo cierro los ojos. Me cuesta asimilar la luz. Cuesta darse cuenta de que he despertado otra vez. Que hay que empezar de nuevo la rutina. El cansancio que me provoca el sinsentido de esta búsqueda. El infierno es un lugar solitario. Nadie más conoce el sufrimiento que produce rozar de nuevo las sabanas blancas, que envuelven mi cuerpo como una mortaja. Si, el infierno debe ser blanco, como la ausencia, el vacío, todo, lo inmenso, la nada.
Este “despertar” cada día se parece mas a la muerte. Cuando aún estoy quieta y con los ojos cerrados es el único momento en que creo que de verdad estoy despierta. Algo me devora, estoy anestesiada el resto del día. Por la noche apenas puedo recordar lo que he hecho. Solo en sueños muestro mi verdadero rostro. Todas son mascaras rotas, rostros fragmentados que no me desfiguran, sirven para cubrir la verdadera podredumbre que me corroe. Me miro con los ojos cerrados. La única forma que lo hace soportable. Pienso en mi carne flácida. Un cuerpo, blanco, blando, desparramado sobre la cama. Una masa que apenas siente. La orquídea seca y usada, esparcida sobre la tierra para uso y redención, la puta que robo los poemas de Bukowski. Él me ha visto hacerlo, no podría entender lo mucho que me gusta, no entendería porque mis piernas tiemblan y siento ganas de gritar, no entendería que es mucho más placentero que cualquier otra cosa. Recuerdo haberle preguntado, hace tiempo – ¿si te dijera que el dolor me excita, podrías proporcionármelo?– No respondió, sus ojos se humedecieron, algo se rompió dentro de mí en ese momento. No comprendía. Era un mentiroso. Un poeta. Hundido en la tragedia, en una tristeza que sufre pero no disfruta ¿de qué puede servirme su ternura? Por alguna razón decidí quedarme, embarrada, varada en la nada o en la nausea. Con este cuerpo insulso. Malsano como las palabras. Si, más insulsas aun que la propia carne. Seguí hurgando en Miller y en Sartre, en Nietzsche. Pero solo encontré al bufón. El espejo farsante, el único donde podía reflejarme. Descubrí que esa es la única persona que puede hacerme real. Sus besos hacen sufrir más que las navajas a veces no puedo respirar cerca de él. Su aire me asfixia. Me da asco. No le quiero, pero debo permanecer aquí. Debo levantarme, sonreír, darle un beso de buenos días, preparar café, decirle que lo quiero antes de que salga. Es precioso crear heridas. Las cicatrices son las marcas que me hacen saber que mi corazón sigue latiendo. El dolor es en un medio que no debe suprimirse, debe servir para llegar al clímax. Estas heridas son más hondas pero no dejan marcas, ya no hay manchas oscuras, llagas frescas sobre mi piel. Es preciso, hay que hacer algo para poder seguir sufriendo. La respuesta es la vida. Me levanto y sonrió.
orquidea psicopata