jueves, 22 de noviembre de 2018

El chico del bidón de gasolina

El chico del bidón de gasolina en realidad no tenía un bidón de gasolina. Al principio creí que era una motosierra. Esa noche estaba tan borracha que creí que lo que había al lado de su cama era una sierra eléctrica, aunque en el fondo tampoco me importó.
Llegamos casi de día. Estaba amaneciendo. Mis labios se habían contagiado de su olor y ya sabían a cenizas ásperas. Fumaba tanto que su bigote estaba rubio, casi tostado por la constante presencia del fuego cerca de su boca. Lo conocí en una vida pasada. Yo era una niña gorda y de calcetas blancas. Él nunca se hubiera fijado en mí. Siempre tuvo ese aire de forastero, ahora vestía como un náufrago; llevaba siempre ropa negra, un sombrero de ala ancha, la barba crecida, collares de ámbar y la mirada turbia.

Y otra vez me toca ser la señorita Vodka,
siempre me toca ser la señorita Vodka[1].

Su mirada se volvió profunda. Yo lo recordaba de ojos claros; sus ojos verde musgo destellaban en mis recuerdos de cuando éramos unos niños de trece y dieciséis años.  Ahora sus ojos eran casi negros y su aura gris. Aunque él siempre hablaba de luz, de cuarzos, de chacras y de dharmas, todo en él me parecía oscuro. Ni siquiera sé a qué se debía ese aire enrarecido que percibía en torno suyo. Me atraía y me calcinaba como un rescoldo de brasa.
Nos besamos durante todo el camino. Besos húmedos. Dedos traviesos y manos escalando por debajo de la falda, caricias hacia arriba de la pantorrilla. Llegamos directo a su cama y nos revolcamos por, debajo, y entre, las sábanas. Todo empezó en el bar.
No sé exactamente cuando vi el objeto gris con asas de color naranja. Estaba a punto de venirme y no tuve tiempo ni de imaginarme partida en trozos, descuartizada por esa  sierra eléctrica. En realidad no era una motosierra, era una cortadora para pasto pero parecía igual de peligrosa.
Tal vez ese aire de decadencia le venía de tantos proyectos inacabados. Había sido un músico famoso, al menos tan famoso para irse de gira por todos lados y mantener una holgada vida de excesos durante varios años.  Sin embargo, ahora todo en él parecía cubierto de polvo, lodo seco, descascarillado, que se había ido, dejando a su paso sólo un olor de agua fangosa.
El chico del bidón de gasolina siempre era la mejor opción, pero la última; cuando todo salía mal, cuando sólo quería poder restregarme la mierda por la cara, era entonces cuando él llamaba. Me llamaba flaca. Quizá lo que más me gustaba de él era eso y aquel recuerdo de una vida pasada. Porque en realidad ahora me parecía bastante antipático. No sé cuantas veces se repitió, no sé cuantas veces lo vi, ni por qué oscuro súper poder siempre llamaba en mis noches más negras, sólo en aquellas en las que tenía la facilidad de recaer, tirarme, y caer una vez más.
Para coger era verdaderamente odioso. Casi siempre se tumbaba desnudo sobre la cama pidiendo de una forma particularmente infame que se la chupara,  entonces sentía por él un odio sordo. Además su pene era demasiado largo y a fin de cuentas resultaba doloroso, sobre todo porque podía pasarse horas erecto y follándome de una forma absolutamente mecánica.
La otra cosa odiosa y fascinante era su olor, su piel expedía un fuerte olor a flores muertas, era un olor dulzón que se extendía por todo su cuerpo. Siempre sentí curiosidad acerca de si ese penetrante olor se debía a alguna marca de jabón en específico, también pensé que podía deberse a que se diera baños con hojas de flores secas y hierbas viejas. En cualquier caso me resultaba imposible quitármelo  de la nariz hasta varios días después de haberlo visto.
Recuerdo en especial una de las últimas veces que lo vi. Quizá fue la última. Recuerdo vagamente que esa madrugada, desde un sueño saporífero de hachís, le dije que las últimas veces de algo siempre eran las peores. Esa fue la segunda noche más larga de mi vida. Llena de sueños funestos, extraños, tristes.
La noche más larga de mi vida fue en un motel barato, fue una noche jodida en la que mi madre estaba en el hospital y mi abuela y yo sólo pensamos en cerrar los ojos durante unas horas en el lugar más cercano. Mi abuela tendió su chal por debajo de nosotras, yo podía sentir su miedo, tocarlo, y éste se confundía con mi asco. Las paredes estaban sucias. La cama tenía un tablero con luces justo arriba de nuestras cabezas que estaba repleto de chicles pegados, eran de todos los colores imaginables.  Pero esa es otra historia.  

Mi niña,  prometí que iba a cuidarte.
Las dos sabemos que lo que menos necesito esta noche es estar con él, el chico del bidón de gasolina.

Esa larga noche fui un trozo de carne. No es buena idea verlo esta noche. Fui una bolita pequeña de barro, dúctil. Fui una bola de plastilina, fui una muñeca plástica. Un pie aquí, una pierna allá. El culo en pompa, más arriba, más. Lo recuerdo colocándome en cada una de las posiciones. Una pierna aquí, nalgas arriba, cuello allá.
Mi cabeza rodó sobre la alfombra.

No es buena idea verlo esta noche.
Es lo que menos necesito…
 pero siempre he funcionado así, haciendo justo lo menos necesario, justo el momento incorrecto, la persona incorrecta, la palabra incorrecta, la situación.

La tarde previa a esa larga noche la recuerdo bien. Tristeza y rabia, y crisis, y castillos derrumbados, y falsas expectativas que se destrozan siquiera sin hacer ruido. Todo había salido mal. Todo había salido mal de nuevo, mal todo, nuevamente. Entonces él llamo y me dijo: flaca; y me invitó a un porro. Tuvimos sexo insatisfactorio aunque por lo regular era siempre así, al menos lo era para él, después de haber pasado horas interminables de metesaca, como lo llamaba, sólo en raras ocasiones podía venirse. Lo raro fue que esa noche ni siquiera yo pude tener mi preciado y dulce orgasmo, ni siquiera yo, que ya empezaba a caracterizarme por mi rapidez y mi falta de exigencias para tener orgasmos fáciles.

Es lo que menos necesito, y aun así lo haré,  así he sobrevivido, y lo seguiré haciendo.

Con él también pasé muchas noches cortas. Las noches de fiesta siempre son muy cortas. De la nada te das cuenta de que el cielo es claro y de que la felicidad y la noche ya se han esfumado. Con él pasé la navidad más blanca, fue en una terraza repleta de latas de cerveza, vacías, apiladas; fue en un diciembre hermoso y frío como las diez grapas vaciadas sobre ese espejo, en el que trazábamos finas líneas. El espejo era un centro de mesa, el espejo fue el centro del mundo en mi navidad más blanca.
Siempre supe que el chico del bidón de gasolina iba a morirse. Es decir, que iba a morirse pronto. Que un día ya no estaría él, ni su aspecto de extranjero, ni tampoco estaría nunca más acariciando mi nariz su olor de flores rotas. Cuando se fue, comprendí porque en realidad yo nunca dormiría con un paquete de cerrillos debajo la almohada. 

Fotografía de la web


[1] Referencia a la novela titulada “Señorita Vodka” de la escritora mexicana Susana Iglesias.

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