Llegamos casi de día. Estaba amaneciendo. Mis
labios se habían contagiado de su olor y ya sabían a cenizas ásperas. Fumaba
tanto que su bigote estaba rubio, casi tostado por la constante presencia del
fuego cerca de su boca. Lo conocí en una vida pasada. Yo era una niña gorda y
de calcetas blancas. Él nunca se hubiera fijado en mí. Siempre tuvo ese aire de
forastero, ahora vestía como un náufrago; llevaba siempre ropa negra, un sombrero
de ala ancha, la barba crecida, collares de ámbar y la mirada turbia.
Y
otra vez me toca ser la señorita Vodka,
siempre
me toca ser la señorita Vodka[1].
Su mirada se volvió profunda. Yo lo recordaba
de ojos claros; sus ojos verde musgo destellaban en mis recuerdos de cuando éramos
unos niños de trece y dieciséis años. Ahora
sus ojos eran casi negros y su aura gris. Aunque él siempre hablaba de luz, de cuarzos,
de chacras y de dharmas, todo en él me parecía oscuro. Ni siquiera sé a qué se
debía ese aire enrarecido que percibía en torno suyo. Me atraía y me calcinaba como
un rescoldo de brasa.
Nos besamos durante todo el camino. Besos húmedos.
Dedos traviesos y manos escalando por debajo de la falda, caricias hacia arriba
de la pantorrilla. Llegamos directo a su cama y nos revolcamos por, debajo, y
entre, las sábanas. Todo empezó en el bar.
No sé exactamente cuando vi el objeto gris
con asas de color naranja. Estaba a punto de venirme y no tuve tiempo ni de
imaginarme partida en trozos, descuartizada por esa sierra eléctrica. En realidad no era una motosierra,
era una cortadora para pasto pero parecía igual de peligrosa.
Tal vez ese aire de decadencia le venía de
tantos proyectos inacabados. Había sido un músico famoso, al menos tan famoso
para irse de gira por todos lados y mantener una holgada vida de excesos durante
varios años. Sin embargo, ahora todo en
él parecía cubierto de polvo, lodo seco, descascarillado, que se había ido,
dejando a su paso sólo un olor de agua fangosa.
El chico del bidón de gasolina siempre era la
mejor opción, pero la última; cuando todo salía mal, cuando sólo quería poder
restregarme la mierda por la cara, era entonces cuando él llamaba. Me llamaba
flaca. Quizá lo que más me gustaba de él era eso y aquel recuerdo de una vida
pasada. Porque en realidad ahora me parecía bastante antipático. No sé cuantas
veces se repitió, no sé cuantas veces lo vi, ni por qué oscuro súper poder
siempre llamaba en mis noches más negras, sólo en aquellas en las que tenía la
facilidad de recaer, tirarme, y caer una vez más.
Para coger era verdaderamente odioso. Casi siempre
se tumbaba desnudo sobre la cama pidiendo de una forma particularmente infame
que se la chupara, entonces sentía por
él un odio sordo. Además su pene era demasiado largo y a fin de cuentas
resultaba doloroso, sobre todo porque podía pasarse horas erecto y follándome
de una forma absolutamente mecánica.
La otra cosa odiosa y fascinante era su olor,
su piel expedía un fuerte olor a flores muertas, era un olor dulzón que se
extendía por todo su cuerpo. Siempre sentí curiosidad acerca de si ese
penetrante olor se debía a alguna marca de jabón en específico, también pensé
que podía deberse a que se diera baños con hojas de flores secas y hierbas
viejas. En cualquier caso me resultaba imposible quitármelo de la nariz hasta varios días después de
haberlo visto.
Recuerdo en especial una de las últimas veces
que lo vi. Quizá fue la última. Recuerdo vagamente que esa madrugada, desde un
sueño saporífero de hachís, le dije que las últimas veces de algo siempre eran
las peores. Esa fue la segunda noche más larga de mi vida. Llena de sueños
funestos, extraños, tristes.
La noche más larga de mi vida fue en un motel
barato, fue una noche jodida en la que mi madre estaba en el hospital y mi
abuela y yo sólo pensamos en cerrar los ojos durante unas horas en el lugar más
cercano. Mi abuela tendió su chal por debajo de nosotras, yo podía sentir su
miedo, tocarlo, y éste se confundía con mi asco. Las paredes estaban sucias. La
cama tenía un tablero con luces justo arriba de nuestras cabezas que estaba repleto
de chicles pegados, eran de todos los colores imaginables. Pero esa es otra historia.
Mi
niña, prometí que iba a cuidarte.
Las
dos sabemos que lo que menos necesito esta noche es estar con él, el chico del
bidón de gasolina.
Esa larga noche fui un trozo de carne. No es buena idea verlo esta noche. Fui
una bolita pequeña de barro, dúctil. Fui una bola de plastilina, fui una muñeca
plástica. Un pie aquí, una pierna allá. El culo en pompa, más arriba, más. Lo
recuerdo colocándome en cada una de las posiciones. Una pierna aquí, nalgas
arriba, cuello allá.
Mi cabeza rodó sobre la alfombra.
No
es buena idea verlo esta noche.
Es
lo que menos necesito…
pero siempre he funcionado así, haciendo justo
lo menos necesario, justo el momento incorrecto, la persona incorrecta, la
palabra incorrecta, la situación.
La tarde previa a esa larga noche la recuerdo
bien. Tristeza y rabia, y crisis, y castillos derrumbados, y falsas
expectativas que se destrozan siquiera sin hacer ruido. Todo había salido mal.
Todo había salido mal de nuevo, mal todo, nuevamente. Entonces él llamo y me
dijo: flaca; y me invitó a un porro. Tuvimos sexo insatisfactorio aunque por lo
regular era siempre así, al menos lo era para él, después de haber pasado horas
interminables de metesaca, como lo
llamaba, sólo en raras ocasiones podía venirse. Lo raro fue que esa noche ni
siquiera yo pude tener mi preciado y dulce orgasmo, ni siquiera yo, que ya empezaba
a caracterizarme por mi rapidez y mi falta de exigencias para tener orgasmos
fáciles.
Es
lo que menos necesito, y aun así lo haré,
así he sobrevivido, y lo seguiré haciendo.
Con él también pasé muchas noches cortas. Las noches de fiesta siempre son muy cortas. De la nada te das cuenta de que el
cielo es claro y de que la felicidad y la noche ya se han esfumado. Con él pasé
la navidad más blanca, fue en una terraza repleta de latas de cerveza, vacías,
apiladas; fue en un diciembre hermoso y frío como las diez grapas vaciadas
sobre ese espejo, en el que trazábamos finas líneas. El espejo era un centro de
mesa, el espejo fue el centro del mundo en mi navidad más blanca.
Siempre supe que el chico del bidón de
gasolina iba a morirse. Es decir, que iba a morirse pronto. Que un día ya no
estaría él, ni su aspecto de extranjero, ni tampoco estaría nunca más acariciando
mi nariz su olor de flores rotas. Cuando se fue, comprendí porque en realidad yo
nunca dormiría con un paquete de cerrillos debajo la almohada.
Fotografía de la web
[1]
Referencia a la novela titulada “Señorita Vodka” de la escritora mexicana
Susana Iglesias.