jueves, 30 de septiembre de 2010

ALCIRA, NEREA


Alcira, Nerea


 El monstruo se mira ante el espejo, se construye, tiene talento para ello, coloca gruesas capas de rímel sobre sus ojos, sombra azul sobre los párpados, delineador negro, abundante, para  empequeñecer sus ojos. La boca desnuda, abierta al beso, a la caricia. Lista para recibir el ácido licor, para regar las flores con el vómito negro u amarillo.
 El monstruo tiene 13 años. Nerea. Se apresura, su madre espera con el coche encendido para llevarla hacia el infierno, ese lugar donde se reúnen  los seres como ella, tan egoístas, tan ingenuos. Sube las calcetas blancas por sus pantorrillas, se abrocha los zapatos, están ligeramente sucios, sube la falda un poco más, otro doblez basta para volverla lo suficientemente corta, esta lista.

Alcira tiene un cuerpo grueso, masculino, voz tenue, los ojos grandes y atemorizados. Calla la mayor parte del tiempo. No se ofrece al goce, a la caricia, sus piernas fuertes tienen miedo, su espalda ancha. Se esconde bajo la ropa, sus pechos se asoman desafiantes pero ella arquea la espalda, gana la batalla, los doblega. Se esconde incluso bajo las bragas blancas, enormes, esas que Nerea vio aquella vez en el tejado, cuando sus bocas se unieron en un beso pegajoso, repugnante.



“Hablamos. Le muestro todo lo que tengo, le cuento sobre Ricardo, le describo cada sensación, cada vacío. Sabe que tengo miedo, que tengo ganas de volar pero no puedo. Estoy hueca, busco bajo las sábanas, busco en mis cuadernos de dibujo, en las historias que se estrellan una y otra vez contra el papel. Lloro, necesito mostrarme, me canso de esta máscara, del desafío, de la experimentación. Siempre tengo miedo, siempre estoy bajo la sombra, siempre lloro mientras me acaricio por las noches, siempre el odio inexplicable, implacable. Ayer hice un dibujo mientras me miraba ante el espejo, estaba ahí la sombra púrpura sobre los párpados, intentando ocultar ese defecto, esa diferencia de tamaño, pero el dibujo lo hacía saltar, volvía enorme el defecto del pequeño ojo, el labio también era monstruoso ligeramente torcido y la nariz ancha. Estaba el teatro: los pendientes azules, con hilos pequeños de plata colgando, escurriéndose, inmóviles, el brillo sobre los labios, las líneas negras remarcando la violencia café de las pupilas, el escote. Alcira sabe que tengo miedo, le he contado todo, le hablé sobre la noche en que Ricardo me llevó a esa casa. Llovía, el espacio era  pequeño y húmedo, hacía calor a pesar de la gris desnudez de las paredes,  solamente había una silla y un colchón. Bebimos un poco, nos besamos, rodamos varias veces sobre el piso, me ardía el cuerpo, me dolía la presión de ese sexo hinchado, yo estaba lista, decidida, había pensado en ello con antelación, quería por fin ser congruente con mi rostro, ese rostro de puta. Quería dejar de ser la niña que había respetado las normas, sin embargo tuve miedo. Me guardé todo el ardor, toda la furia. Alcira también está al teléfono cuando inhaló esa substancia por las tardes, el vapor sube, el miedo crece, recuerdo la vez en que miré hacia la calle: los postes danzaban, se agachaban ante mí. Tenía miedo de que llegara mi madre, lloraba, Alcira nunca dice nada, pasan varios minutos hasta que vuelvo a escuchar su respiración, ella simplemente está, recuerdo que me dijo que intentara despejarme. Me dirigí hacia el baño, el lavabo se había vuelto una espiral, al volver se lo conté, me sentía llena de alegría y de llanto, resplandeciente, quería bailar, gritar o esconderme una vez más dentro del closet llorando con la ópera para piano y violín de Beethoven, pero sólo podía dormir, dormirme pronto con la ventana abierta, antes de que mi madre llegara del trabajo, despertaría por la noche, después de haber tenido sueños raros, mágicos. Ella siempre está cuando nos emborrachamos, cuando somos felices, cuando somos conscientes de nuestro florecimiento. Cuando las pastillas para dormir que robo de mi abuela nos hacen reírnos sin parar, incluso en el colegio, incluso cuando corremos hacia los baños a vomitar. Está ahí cuando alzamos los ojos al cielo, después de haber devorado a esos niños mágicos, de haber soportado el mal sabor de los hongos alucinógenos, después de hacer a un lado la tierra, intentando tragar con rapidez. Apartando a Pamela, la idiota que nos pregunta si hemos visto ese “conejito”. Nosotros declamamos poemas de Rimbaud, leemos poemas de Baudelaire, de Garduño, imploramos a la virgen loca. Alcira me sujeta al saltar la barda del colegio, corre conmigo hacia el café en el que nos sentamos durante horas, mientras leo en voz alta poemas de Sabines mientras ella mastica lentamente el pastel de queso, y asiente despacio con la cabeza con la mirada lejana, perdida. Es a ella a quien leo mis cuadernos, mi poesía, a quien leo las cartas al ángel ebrio. Siempre está ausente, con esa mirada de niño asustado. Siempre persiguiendo gatos, escabulléndose como ellos, escapando de nuestras manos. En silencio, huyendo.”





No puedo hablar. Estoy rota. Hoy he cortado una vez más mis alas. He sujetado trozos de mi cabello y he comenzado a cortar sin mirar. Parezco un pájaro recién nacido. Mis padres no han podido entenderlo, yo tampoco. Sólo sé que lo necesitaba. Mi cuerpo crece, se ensancha, los brazos, los senos, los hombros. No puedo evitarlo, sólo puedo desviar los ojos, intentar no contemplar ese escenario con mis ojos huidizos. Cada vez me cuesta más ocultarme bajo los enormes sweaters de mi hermano, cada vez es más difícil mantener mi dignidad. Mi rostro masculino. Lo único que me gusta es esa desnudez de mi rostro, esta dureza en las facciones. A veces quiero gritar, a veces me canso de perseguir gatos. De buscar respuestas entre las hojas. Siempre callo, guardo silencio y espero el misterio expectante de la noche. Nerea me acompaña durante el día pero desconoce la angustia, mis pesadillas, mi deseo. A veces siento lástima por ella, siempre buscando la atención, incapaz de ver la realidad, de ver el aura que deja tras de si, ver la turbación de los súbditos cada vez que miran sus enormes ojos. A veces tengo asco, de cómo se enamora de sí misma cuando lee en voz alta, cuando se piensa y llora. Sin embargo la quiero, la acaricio, beso su cabello cuando llora, la arrullo, me deshago en poemas acerca de su muerte, me deshago en elogios que no aprecia, en miradas que no sabe ver. Me tiene a mí, a Ricardo, a Esteban, no tengo celos de que ella sea una acaparadora. Es egoísta y frívola y la quiero porque ni siquiera ha podido notarlo. Sé que será ella quien se irá corriendo, quien correrá asustada a los brazos de otra, a refugiarse entre las piernas de un Ricardo menos tímido. No se da cuenta de que lleva formándonos durante mucho tiempo, ha construido nuestro amor, nos ha obligado a quererla y odiarla, nos hemos compadecido todas las veces que había lágrimas en sus ojos, todas las que en ellos se leía la turbación, el desencanto. Hemos procurado hacerla reír, le hemos enseñado las cosas más bellas que teníamos para mostrar. Nos hemos mostrado borrachos, desnudos, ofreciendo nuestra absurda desnudes, nuestra desnudes cobijada solamente por las bragas de algodón, hemos enseñado la humedad de nuestra boca, enlazándose el uno en el otro, Ricardo y yo, Esteban y Ricardo, jugando en combinaciones imposibles, hemos creado uno de esos acontecimientos especiales de los que hablaba continuamente, recreado una escena de la historia del ojo, pero ella ha llorado, ha omitido el esfuerzo que hacíamos para darle una razón para estar triste, asustada o pletórica. Aúllo por las noches. Busco. Ella llora sobre sábanas de seda. Se siente desprotegida, la cobijamos, alimentamos su ego, su falta de autoestima, su vanidad. Sé que será ella quien cobrará fuerzas. Quien saldrá corriendo de nuevo con lágrimas sobre los ojos creyendo salvarse, creyendo proteger su pureza. Ese será el último acto que le regalaremos, nos mancharemos de lodo, para hacer resaltar su pulcritud, su decencia. Afuera te encontrarás sola, querida. Brillas como una estrella oscura. Correrás desnuda por los pasillos obligando a los demás a mirarte, a tenerte miedo y asco. Pero ellos desconocen tu majestuosidad, tu poder exangüe y fatuo. Quizá sufrirás de veras, quizá aprenderás a gozar. Quizá tus ramas crezcan, tus flores se extiendan como un manto. Entonces  habrás olvidado este canto, habrás olvidado la mirada de Alcira, la gata que meciste hace mucho tiempo entre tus brazos, habrás olvidado esas historias grandiosas que yacerán escondidas debajo del armario, entonces creerás que el teatro se ha terminado  y podrás reír. Quizá en mi corazón se extinga la llama. Quizá aprenda de ti y hable, y olvide. Quizá aprendas a recordarme, quizá entonces pueda verte de verdad. Dejarás de mentir, de contar historias interminables sobre tus amantes imaginarios, sobre la mafia de tus ojos, de tus hermanos. Entonces te miraré de frente.”


Así permanecen. Líneas paralelas incapaces de tocarse. Dos espejos de agua incapaces de reconocerse en su reflejo.


orquidea psicopata


Pintura: "Amigas" de Tolouse Lautrec

Gabriela





No me acuerdo porqué me hice maestro. No fue porque me gustaran las niñas, ni siquiera cuando era un chamaco e iba a robar revistas porno al kiosco de la esquina, desde entonces las buscaba maduras, buscaba los rostros que se deshacían de placer ante las envestidas de esos enormes órganos, nunca las otras, esos rostros niños que mostraban muecas de dolor, quizá era eso lo que me resultaba más chocante o lo exageradas que parecían las coletas. No fue porque me gustaran las faldas, mucho menos las piernas escurriéndose como hilos en esa delgadez, o esas otras piernas gruesas, demasiado robustas. Fui un hombre íntegro, tuve las oportunidades, sobre todo ahí, en los alrededores, donde las alumnas son mucho mayores. No hubiera sido el primer maestrito de pueblo que hubiera terminado embarazando a alguna alumna. Entonces la diferencia de edad hubiera sido menos notoria y hubiera terminado como muchos linchado por el pueblo o casándose para intentar recuperar el honor. Yo tenia a Aurora, dos veces por mes viajaba a la ciudad, depositaba en ella todo mi deseo. Ni siquiera lo pensé cuando me cambiaron de municipio y no podía regresar a la ciudad, ni siquiera cuando Aurora se cansó de esperar durante tanto tiempo a que yo llegara a llenarle las piernas durante media hora y me dejó. Luego vino la plaza, llegó Mariela, los niños, la tranquilidad.
Hace unos meses circuló el rumor de lo que había pasado con Gabriela, todos sabíamos que un taxista contratado por sus padres la llevaba al colegio porque no podían recogerla, su madre también era maestra (aunque yo no la conocía porque daba clases en otra zona) su padre es guardia de seguridad, sus horarios no eran compatibles así que Martín desde hace varios años se encargaba de eso, entonces él sólo era un chamaco veinteañero, entonces a Gabriela aún no le habían brotado esos pechos dulces y enormes. Los rumores decían que la habían violado, el hecho es que Martín había huido de la ciudad. Sin embargo era difícil creer en los rumores porque Gaby siguió asistiendo a clases, la única diferencia era que el chofer de ahora era mucho mayor. Entonces todavía no era mi alumna, es verdad que la había mirado, no era especial, no era diferente de esas niñas que se desarrollan mucho mas rápido, los pechos les brotan cuando la mayoría todavía tiene el pecho chato, algunas de ellas salen en el noticiero sobre todo en esos pueblos perdidos, costeros, niñas embarazadas a los nueve años. Gaby tiene el pelo oscuro, rizado, cae sobre sus hombros, los ojos negros, brillantes, la mirada dura, los labios delgados sonríen siempre, es bastante alta, sus piernas son delgadas y largas, las caderas no sobresalen demasiado, pero esos pechos altaneros y dulces, desafiantes…
Hace un año, cuando apenas la había mirado de reojo todavía usaba pantalones y un sweater cerrado, eso era raro porque era el uniforme de los niños, quizá en un intento de esconder esos pechos inusuales que ya desde entonces resplandecían marcando su redondez, su suavidad a través de la tela.
Quizá no debo buscar en ella los motivos de este cambio, tenía que ser ahora, a mis casi cuarenta años, cuando cada mañana veo como mi cabello desaparece, la frente se ensancha, el bigote se vuelve áspero, incluso aparecen esas manchas en las manos, una lluvia ligera que se acentúa con el paso del tiempo. La barriga cede a pesar de los ejercicios que hago religiosamente por las noches. Mariela siempre está ocupada, es difícil hacerme un hueco dentro de su agenda, algunas noches pasa, siempre es monótono y apresurado, y a pesar de ello lo necesito, necesito descargar mi conciencia. Entro en ella como en una pila bautismal, para borrar la culpa, para limpiarme, para olvidarme del miembro endurecido al contemplar la suavidad de esas piernas, la dulzura de esos muslos.
Cuando por fin llegó a mi clase, tenía todavía doce años. Desde el primer momento me di cuenta de que era diferente. Sus ojos negros ardían. Se había olvidado de los pantalones, ahora usaba la falda más corta de la clase, no le importaba que se alzara por detrás empujada por la tirantez de sus nalgas para enseñar de vez en cuando ese trozo de algodón blanco o rosa. Desabotonaba los primeros dos botones de la camisa, los pechos también empujaban la tela, se mostraban precisos, perfectos, eran manzanas enormes. Fue ella quien se acercó a mí en los recreos, al principio sus amigas participaban en el juego, pero fue ella quien las alejó con los susurros, en esos susurros me pidió si quería ser su novio, yo siempre enrojecía, comenzaba a sudar, sonreía, intentaba pensar que era un juego, que ella no conocía el significado de sus palabras, sin embargo mi sexo se endurecía cada vez que ella estaba ahí sentada en mi escritorio, balanceando las piernas por fuera de la mesa, podía aspirar el perfume de su sexo, podía saborear su olor de fruta. No sé si lo planeé, si el hecho de llevarla a ese concurso fue una situación premeditada, lo cierto es que ella tenía una letra preciosa, se haría el concurso de caligrafía como todos los años, ella escribió una carta como todos los chicos, seleccioné la suya, el tema era la patria, la historia. Ganó el concurso escolar entre los otros grupos, todavía quedaba el certamen de la zona donde participaban seis escuelas. Hacía tiempo que ella iba contándome partes de la historia, siempre sonreía y decía que le daba vergüenza y era verdad que enrojecía, pero yo creía que había otra razón para que lo hiciera. Era una niña, debí estar enfermo desde entonces, cuando pensé que me deseaba tanto como yo. No podía evitarlo cuando durante el receso se sentaba en mi escritorio y me miraba con esa carita de pena, me dijo que extrañaba a Martín, me dijo que se había ido, se había asustado porque creía que sus padres se enterarían de que eran novios, me contó que la había besado, le había enseñado a hacerlo deslizando la lengua despacito, bordeando los labios, mordiendo despacio, metiendo la lengua dentro de la boca. “Así” me decía, mientras sujetaba el caramelo con una mano y recurría con su lengua fresca todos los resquicios de su propia boca. Yo intentaba disimular mi erección, sentía como me brotaban gotas de sudor sobre la frente pensaba en lo que pasaría si alguien escuchaba esas palabras susurradas, si alguien descubría su secreto. Lo que más le gustaba a Martín eran sus pechos, los acaricia siempre por encima de la ropa, por eso siempre llevaba esos botones abiertos, porque así es como le gustaba mirarlos, dice que a veces incluso le hacía daño, los estrujaba con fuerza, sólo una vez los había besado, a ella le causó gracia la imagen de su lengua temblorosa recorriéndolos, las cosquillas que le hacía la barba. Martín tenía veintiséis años. No se despidió. Esa fue la última vez que fue a recogerla al colegio. Los besos siempre eran cerca de casa, era seguro, había una carretera de terracería, el camino bordeaba la carretera principal, nunca había nadie. Le hice prometer que algún día me llevaría a ese sitio. Quizá por eso actué con premeditación cuando seleccioné su carta en el certamen, conocía la dinámica, se cambiaría la clase de deportes, yo disponía de doce a dos, ella había avisado a su madre por si se demoraba un poco, yo la llevaría a casa, cuando el evento terminara. El concurso de zona lo ganó un chico, el evento duró poco, fue bastante aburrido. Gabriela estaba sentada junto a mí, su pie rozó mi pierna repetidas veces, como siempre temí que alguien se diera cuenta. Yo había sido un profesor intachable, estaba casado con una mujer joven, Mariela tenía treinta y tres años, yo treinta y ocho, mis hijos eran bastante mayores que Gabriela y sin embargo… estaba a punto de explotar, me había cansado de masturbarme en casa cada vez que Mariela salía, pero el deseo no se iba, estaba ahí, estrangulándome, obligándome a actuar. Al entrar al coche le pedí que me llevara al sitio donde iba con Martín, ya me había indicado el rumbo que debía seguir, fue bastante fácil. Al llegar le pedí que fuéramos al asiento trasero. Comencé a besarla, sabía dulce, a fresa y menta, a chocolate y nata. Yo conocía el ritual, lo sabía de memoria, estaba grabado en las yemas de mis dedos, en cada movimiento de mis piernas. Besé su cuello, despacio, tratando de contener el sonido de mi respiración agitada, estaba jadeante cuando abrí los otros dos botones de su blusa, el sujetador era blanco, de algodón, todos eran parecidos, su madre los compraba siempre iguales, me dijo, me pareció precioso, sujeté la tela y la deslicé hacia abajo, cedió con facilidad, ahí estaban esos pechos desnudos, frescos. Los pezones pequeños de color café claro, perfectamente redondos y suaves, se endurecían más con cada contacto. Sus tetas eran enormes, sólo cabían dentro de mis manos totalmente abiertas. Intenté ahogarme en ellas, era imposible tenerlas todas dentro de mi boca. Mis manos se deslizaron hasta las bragas húmedas, hacia su sexo de color rosa. Era una flor bajo la lluvia. Empujé despacio, sentí dolor, ella dejó de sonreír, me miró asustada. Me retiré avergonzado. La limpié con un pañuelo, había sólo una gota de sangre.
¿Estás bien? Lo siento. ¿Te ha dolido? No sabía qué decir. Ella sonrió de nuevo y me dijo, “¿así que era esto?” Estuvimos en silencio hasta que llegamos a su casa, estaba cerca. “Hasta mañana profe”. No respondí, tenia miedo de que dijera algo, miedo de que le doliera, su madre preguntara y le contara la verdad. Dormí mal. Discutí con Mariela durante la cena. Al día siguiente fue un alivio verla, una angustia esperar hasta medio día para preguntarle como estaba, me dijo que estaba bien, que le había gustado todo, excepto “eso”, le dije que nunca más lo haría, se lo prometí. Entonces debí parar pero no había forma, sólo podía pensar en ella, en su carne morena y clara, en la tersura de su sexo. De nuevo fue premeditación, durante años había preparado obras de teatro, festivales, concursos de declamación, los ensayos se realizaban en mi casa, siempre había sido así, incluso cuando Mariela comenzó a trabajar, dejaba la limonada preparada y galletas encima de la mesa, a veces iba un solo niño a veces dos, mi grupo sobresalía siempre en los festivales. Ahora sería Gabriela quien se ocuparía de todo, es cierto que yo no hacía mucho caso al corregir sus exámenes, que colocaba el resultado correcto en matemáticas, obviando que ella había olvidado las tablas de multiplicar, sus ensayos eran siempre los mejores, sus cartas, sus ejercicios, sus experimentos, era indudable que ella debía representar al grupo, entonces comenzaron los ensayos. En mi despacho había un sillón de color negro, su piel me deslumbraba en su blancura, su claridad. A partir de entonces costó menos, Gabriela se mojaba pronto, besaba su cuello, hacía tiempo que me había afeitado el bigote para evitar que se riera en momentos así, introducía mis dedos en su sexo húmedo, a veces lo besaba, a veces me impregnaba de esa sustancia dulce, usaba la lengua, los labios, los dientes, ella se retorcía de placer entre mis brazos, luego la penetraba, al principio me corría sobre sus muslos, sobre su pubis, pero sabía que era peligroso. Luego tuve que acudir a la farmacia, la más alejada de mi casa en esta ciudad pueblo, no quería que nadie que me conociera se enterase. Disponíamos de poco tiempo, sólo una hora. Hubiera querido hacer la tarde entera. Hubiera querido quedarme dentro de ella durante horas. Luego la recogía su madre o mariano “el abuelo chofer” como Gaby le decía. Era mía, era perfecta. Nunca exigió nada. Era demasiado bueno para durar, el año escolar estaba a punto de terminarse, organizamos como siempre un viaje a la playa para fin de curso. Necesitaba el permiso de sus padres, siempre era difícil conseguirlo, iba solamente la mitad del grupo, por suerte se lo dieron, pensé que no sería así, pensé que sería un infierno porque entonces ya era incapaz de alejarme de esos ratos. Ese viaje fue delicioso, la tenía para mí todas las noches, esperaba a que todos se durmieran, incluso ella, y la despertaba con mi sexo dentro de su boca, acariciando sus pechos que eran cada vez más grandes, más maduros, ahora tenía trece años. Para mi fue una verdadera luna de miel, saboreé la ambrosía de su boca, de su sexo, hasta agotarla. Fue ahí cuando la situación se volvió insostenible, sospechosa, indecorosa. Empezaron los rumores sobre mí, sobre otros años, sobre otras niñas, no sabían que Gabriela había sido la única. Yo empezaba a desconfiar de ella, durante el viaje, por la noche en el camión, mientras todos dormían (se suponía que también yo) había escuchado una conversación: Antonio le había dicho a Romeo que llevaba un paquete de condones, los había elegido con sabor de Mango. Gaby le había prometido que lo dejaría meterse a su habitación. Antonio era un buen chico, al día siguiente escondí una cartera para tener una razón para registrarlo. Encontré un paquete de preservativos, la cartera tardó un día más en aparecer. No lo puse en evidencia, esperé un poco y le solté un discurso sobre la castidad, sobre el honor, estaba tan furioso que el chico se asustó tanto que ni siquiera quiso volver a hablarle. Gaby sabía que yo había sido el culpable pero ni ella ni yo nos preguntamos nada. Las vacaciones terminaron pronto, pero habíamos encontramos una manera para vernos, Gaby iba sola al centro deportivo, había un sendero, un puente de piedra que dividía la laguna, al otro lado un pequeño campo, hacía falta saltar para bajar del puente, pero desde arriba nadie podría vernos. Ni siquiera necesitábamos tumbarnos, Gabriela era alta sólo necesitaba bajar sus pantalones deportivos hasta la rodilla, hacer a un lado sus bragas y entrar al paraíso. Ahora ni siquiera necesitaba besarla, untaba un poco de saliva en su sexo visto desde atrás, la inclinaba un poco y siempre estaba lista. Nos veíamos los sábados a las 9 de la mañana, yo llegaba primero e iba a esperarla bajo el puente, ella corría media vuelta más, luego los estiramientos mientras yo enloquecía con el sexo ardiente, mientras estaba a punto de estallar. No puedo acostumbrarme a tenerla solamente los fines de semana. Me desordeno. Es mía, necesito su piel, su cuerpo, su abrazo para sobrevivir al vacío de mis noches. Necesito untarme en su sudor, en la perfecta simetría de sus pechos.
Camino hacia la puerta, observo a Erika, es ligeramente robusta, sus caderas sobresalen, el pequeño culo asciende, obliga la falda a levantarse en esa hermosa curva. La cintura es un poco más ancha que la de ella, los pechos un poco más pequeños, pero son igual de frescos, igual de perfectos en su redondez, igual de mágicos cuando se trasluce la dureza en sus pezones a través de la ligera ropa. Erika me mira, con las mejillas encendidas, y corre sonriente detrás de la pelota, mi mente me obliga a perseguirla, me veo corriendo detrás de ella, ondeando mi sexo entre las manos, la coloco con las palmas hacia abajo, sobre el escritorio. Beso sus resplandecientes nalgas, beso el sexo húmedo, de color claro, rosa, perfumado, etéreo. Beso sus ojos, su cabello castaño y lacio, beso su boca encendida, estrujo sus pechos por debajo de la blusa, me hundo en su calidez, me hundo en la estrechez de su sexo, goteante. Me alejo de la puerta para ocultar esta enorme erección. Busco dentro de mí, busco el momento en que esta sensación fue más fuerte que mi vida plagada de soledad, de rutina. Soy un monstruo pero no puedo parar. Gaby, ven, te necesito, déjame sentarte una vez más sobre mis rodillas, déjame acariciar tus muslos y arrullarte, deja que te cante una canción de cuna. Deja que mi lengua pez se aloje en tu garganta, que mi sexo roca se duerma dentro de ti. Veo el destello de tus ojos en todos los rostros, no puedo parar, te necesito. Cúrame.

orquidea psicopata


Dibujo: "The engel of meet"  de Mark Ryden

jueves, 23 de septiembre de 2010

Dios ha muerto


Dios ha muerto
                                       
Padre tú eres Dios. Ser repugnante que maquilla con palabras,  que olvida, que abandona. El que nunca se equivoca, el que juzga.
Este es mi pequeño universo, pertenezco a una familia. Pertenezco.  Tengo mi infancia, mi inocencia, la dulzura empalagosa de la abuela, sus cuidados, sus mimos. Tengo la inteligencia del abuelo, sus lecciones importantes. Cada conversación es un tesoro, una puerta abierta hacia su mundo, hacia las películas y libros. Tú no lo entiendes, nunca lo entenderías. Tengo la triste sonrisa de mi madre, sus ojos hermosos, tristes y tengo su historia, sucia, gracias a ti. Heredé de ella la melancolía.  Alguna vez tú también perteneciste a este mundo, te encargaste de ensuciarlo. Eras héroe y Dios. Me dotaste de fe, creía en ti. Me explicaste el mundo, pusiste tus ojos en los míos, me enseñaste como debía ver, me enseñaste parábolas sobre la maldad. Estaba rodeada de ella, se presentaba incluso en los cuidados de la abuela que me impedían desarrollarme y en la incapacidad mental de madre. Sin embargo fue ella la que estuvo ahí en  los momentos peores. Estuvo ahí para abofetearme los días, las noches que llegaba con olor a alcohol y a sexo. Estuvo ahí para sujetarme la mano toda la noche después del lavado estomacal, esa noche que desconoces.
“Padre perro ¿Por qué plantaste la semilla, si huiste al disparo del alba? Mi mar te sepulta en la ausencia de Dios. Te borro. Nada queda." No sabes que me publicaron esos versos, no puedo recordarlos con exactitud,  recuerdo las sensaciones, recuerdo tus estratagemas. Confiaba en ti, me gustaba caminar a tu lado, sentir el sol, el viento. Fuiste al que pregunté los significados, ¿qué es la menstruación? Entonces tenía 7 años, fuiste incapaz de responder, tu solución fue dejarme una semana sin la única hora de televisión que me permitías ver. Confiaba aún cuando ese día fuiste a recogerme al colegio, me llevaste casi arrastrando hasta la casa, llorabas, me contaste que mama tenía un amante, que intentaba separarme de ti, destruirnos. Recuerdo las palabras, esas que tú has olvidado, esas que ocultas te permiten dormir. Luego el divorcio, el odio a esa extraña, mi madre, un odio que creció con el paso del tiempo. Nos separaste. Hubo más charlas, más lágrimas, cada vez más palabras desconocidas. Cada vez me rompías más, me quebrabas. Nunca me habías contado un cuento antes de dormir, como mi madre, mi abuela. Este fue el primero, lo repetías, mamá te había engañado con su jefe, ella siempre había sido así, ni siquiera era virgen cuando se casaron, incluso había tenido un aborto. Yo no podía ser una puta. Aborto. Castidad. Culpa. Fueron las únicas palabras que me enseñaste. Recuerdo también los cuentos del abuelo, sobre la infancia, los recuerdos, sobre la magia, ese esplendor que se borra con el paso de los años. Cuentos hermosos, construían. El único libro que tú me diste hablaba de la violación de una chica por su tío, su hermano se suicidaba. Entonces tenía 9 años, era un libro de autoayuda, al final todos eran felices siguiendo unos sencillos pasos, olvidaban, crecían. Fue traumático. Nunca había conocido nada tan repugnante, te representaba, era parte de tu doctrina, pero lo mejor estaba todavía por venir, recuerdo que después de eso enfermaste, tu cerebro se podría como tu espíritu. Fui a verte al hospital, cogiste uno de mis dedos y lo sujetaste durante todo el tiempo que permanecí ahí, con fuerza. Yo estaba triste y tenía miedo, todavía  te quería, todavía eras mi padre.  Iba a verte, me asustabas, me recordabas a tu hermano esquizofrénico al que me enseñaste que debía temer, me recordabas el miedo que habitaba los ojos de tu madre. Ese día me pediste que me sentara en tus rodillas,  que lamiera tus manos, era un juego pero comencé a asustarme, me hablabas de lo guapa que era. Palabra absurda, era una niña. Como siempre, no conocías el significado de tus palabras. Corrí hacia la cocina de la abuela,  un par de lágrimas, miedo y asco. Me rompiste, la hendidura en la muñeca del modelo para armar, humus brotando, me volví una mujer rota. Dejé de verte durante un tiempo, pude llorar en casa con mi madre y los abuelos, pero nunca les hable sobre esa tarde, era vergonzoso, era humillante.  Los años pasaban, crecí. Apareció el alcohol, las drogas, los falsos amigos, las falsas sonrisas, pensaba poco en ti. Aparecías tan solo en la intermitencia telefónica, siempre con el rollo sobre la fortaleza, éramos guerreros, decías. A veces me hacías llorar, veces en las que estaba enferma, frágil, quería tan solo una palabra de aliento pero tú hablabas sobre la debilidad, no debía quejarme. Entonces te habías casado, tenias otro niño fruto de tu vientre, el niño era puro, no podía evitar sentir cariño cuando escuchaba su voz por la línea telefónica. Pero siempre estabas tú, como una sombra, manchándolo, obligándolo. Estabas en su colegio de monjas, como estuviste en mí, en la clase de catecismo, en el rezo de medio día, en las alabanzas a Jesús Cristo. Pensé en ti antes de la primera vez, escuché tu discurso sobre la virginidad, escuché que me llamabas puta, me retorcí de asco y furia. Me llenaste de culpa. Quise pensar que lo había decidido, que no estaba equivocándome pero ahí estabas tú para desmentirme levantando el dedo, acusador, mostrando mi estupidez.
Intenté dejarte claro que no quería que llamases más, te hable directamente sobre las cosas que hiciste para causarme daño. Dijiste no  recordar. Me negué durante varios meses cuando te presentabas en la intermitencia telefónica. Pero siempre volvías a llamar, a atormentarme, se aparecía ese niño duende, educado con la palabra del señor, educado en la mentira. Un hijo tuyo, mi hermano. ¿Quién eres? ¿Qué quieres de mí? He puesto la suficiente distancia entre nosotros, te he hablado con la verdad, he sido ácida en cada una de mis frases, para alejarte, para dejarte clara mi postura. Y ahí estás, omnipresente, apareciendo en la intermitencia de la sombra. Me invitas a conocer tu casa, encuentro líneas tuyas en el correo, siempre un hasta luego, siempre tu ignorancia de frases hechas, y esa substancia tuya que no llega a ser cariño, esa fraternidad descolorida, frases sin brillo, sin calidez. ¿Haz dejado de lado esa capacidad tan tuya, el olvido? Cierra la puerta y déjame.
Este ya no es mi pequeño mundo, he descubierto nuevos caminos. Este es mi infierno, mi paraíso. Construyo mi felicidad. No necesito espías ni redentores, no necesito extraños que hurguen en mi intimidad. He perdido demasiado tiempo en estas líneas, que nunca llegaran a ti, no las entenderías, lo he intentado ya. Eres dios, no renuncias, siempre representando la comedia hasta el final. Los afectos fingidos, las bendiciones. Tu castidad, tu perdón, porque en varias llamadas telefónicas te encargaste de decir que perdonabas a mi madre, a mi familia, redimías mi mundo, con esas palabras mágicas dejabas caer tu perfección sobre nosotros, tu magnificencia. Tú que rompiste, que enlodaste, te atrevías a llevar el espectáculo hasta ese punto.  No te perdono, no puedo hacerlo, soy incapaz de comprender el significado de esa palabra, vivo a través de mis pasiones, intento comunicarme por un lenguaje sensorial, no ficticio, sin simulacros. Esa palabra no figura dentro de mi léxico, porque nunca la he sentido, el rencor, el odio, la pasión, el amor, la necesidad, son algunas que utilizo con frecuencia porque me brotan de la boca del estómago, puedo sentirlas, las vomito día a día. Ya no te necesito. Ya no creo en tu moral de claroscuros, deberías saber que a los tibios incluso “Dios” los escupe. He decido cruzar la línea de sombra, he decido vivir, he elegido el placer aunque lleve consigo el sufrimiento, la derrota, la locura, la posibilidad de equivocarme una y otra vez, todo esto que para ti es la inmoralidad. Esta es mi vida. Sin religión, sin juicios, sin recriminaciones, sin falsas lágrimas. Trato de expiar la culpa, de borrarte. Porque a mí cierto alemán, del que tú renegabas sin haber leído nunca un libro suyo, ese al que tú llamabas nazi, me parece un genio, un hombre, un ser congruente y sincero cuando afirma que “Dios ha muerto”.




 orquidea psicopata

lunes, 13 de septiembre de 2010

Breakingthe waves de Lars Von Trier

El amor es abismo, angustia, pero sobre todo fe devastadora. El amor es un dogma, no admite preguntas ni razones, fluye como el mar. Somos rocas navegando en sus impulsos, el nos forma y nos rompe en sus enbestidas. Bukowski dijo: "el amor ...es un perro del infierno, trae sus propias agonias" esta es la mejor manera en la que definiria esta pelicula de Lars Von Trier, quien una vez me hace sentirme incapaz de hacer preguntas, me hace incapaz de responder. Me obliga a arrastrarme, a hundirme en este mar de amor, este mar angustiante.

http://www.youtube.com/watch?v=b_3Nio8P5gQ&feature=related

jueves, 9 de septiembre de 2010

Amor materno

Amor materno

Con la mirada perdida en ese seco rostro, la tomó de la mano y la arrastró hasta el patio…cavó un hoyo y la metió ahí dentro.
¡Por fin lo había hecho! Ahora se sentía libre. Después de todo ella era la culpable de su sufrimiento.
Cuando había terminado de cubrirla con la tierra, escuchó su voz:
“No te preocupes hijo, aquí abajo estoy muy cómoda”.
Supo que nada había cambiado, tomó el revólver calibre 38 y lo disparó por segunda vez.



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