miércoles, 16 de agosto de 2017

La niña sangra



La niña sangra
como si
se fuera a quedar vacía;
La niña olvida que se perdió hace mucho tiempo,
olvida que a veces se encuentra y
todavía le duele.

Duele la piel bajo las uñas
duelen los dedos rotos
las palabras rotas
las promesas rotas
las cejas rotas
la esperanza rota.
Duele el silencio y el estruendo.

La vida,
todavía,
a veces
duele.
 


orquidea psicopata

De porque me gustan los perdedores

Diría que mi primera vez fue una violación, pero incluso yo dudo de si esa es exactamente la palabra, cómo se dice cuando tienes miedo y dices no, no, no, no no quiero, y hay forcejeos y al día siguiente tienes amoratadas las piernas por la fuerza que el imprimía sobre tu miedo, sobre tus diecisiete años, sobre la culpa que sentías en ese momento.
Dudo de si usar o no esa palabra porque no quiero sentirme víctima, ni quiero conmiseración, porque jamás he querido que pienses: pobrecita, y dudo sobre si usarla o no porque al fin y al cabo me gustó.
Me explico, yo siempre me había sentido la niña gorda, la fea, la del pelo grasoso, la de la frente brillante, la que no huele bien, la que no es linda vamos. Cuando lo conocí tenía dieciséis, estaba aun por cumplir los diecisiete, tiempo después bromeé diciendo que él fue “mi regalito”.
Lo conocí inesperadamente en una fiesta, y digo inesperadamente porque mi abuela casi no me dejaban salir, pero se suponía que era una reunión decente a la que sólo irían mis amigos sexagenarios del grupo de escritores, así que me dejaron ir, y resultó que ahí estaba el sobrino del coordinador. Esa noche le tocó ser el sobrino, más tarde el ahijado y después apenas quise oír los rumores sobre que en realidad era bisexual y era su amante, su pareja en turno debido sobretodo a intereses económicos. Yo tenía diecisiete y en mi puta vida había oído hablar sobre de lo queer, no sabía muy bien qué pensar sobre la bisexualidad, tampoco sabía que diez años más tarde me identificaría tanto con esos posicionamientos.
Pero bueno vamos a lo que vamos, te decía que el tipo apareció de repente y me pareció hermoso, era bastante estúpido, superficial, atractivo y oloroso. Me tiro la onda, nos besamos, meses después alguien me dijo que esa noche escuchó que hicieron una apuesta con el único otro escritor joven, sobre quien se acostaría conmigo.
Soy culpable, lo sé, desde siempre me ha gustado el latex y el encaje, la seda, el maquillaje, las transparencias y las telas vaporosas. Desde los quince años iba a lecturas y a talleres vestida como una mezcla de lolita, puta y dominatrix, amaba ese corsete morado, esa falda de encaje y esa torera negra de vinipiel con cadenas a los lados, amaba esos pantalones rojos, y esa falda de serpiente. Sabes que entonces éramos figuras esperpénticas y que nos gustaba asaltar los bazares en busca de las piezas más exóticas.
Sin embargo aun era virgen, mi condición incluso me pesaba. Bebía, me escapaba y me drogaba desde los trece años, muchas de mis amigas follaban desde esa edad, algunas, varias, se habían embarazado desde la secundaria. Pero aunque tú no lo creyeras yo, la puta, era en realidad virgen. Claro, puesto entre comillas, me había masturbado con un poster de Leonardo Dicaprio a los nueve años, incluso sangré un poco, me dolió, apenas me había tocado superficialmente, me asusté, me dormí y así enterré a mi famoso himen. Pues bien, el tipo me encantaba físicamente con su pinta de malo, con su motocicleta y con su forma de caminar como si tuviera una bola de pilates entre las piernas.
Después de esa noche me llamó, salimos durante un tiempo, tenía la técnica, las frases correctas, se notaba que lo había hecho tantas veces que incluso las palabras salían gastadas de su lengua, yo no era tonta y entendía perfectamente de qué iba el rollo, y por supuesto quería que ocurriera.
Esa mañana fue en coche por mí a la escuela como muchas otras, fuimos a su casa, la casa de su amante en realidad o de su tío, porque yo seguía tratando de pensar que la primera versión de la historia o la segunda eran las verdaderas. Tomamos ron oscuro, sacó un porro y de repente me puse tremendamente paranoica mientras nos besábamos. Recordé y vi, la imagen de mi padre contándome que mi madre era una puta, contándome que había tenido un aborto, contándome todos los pormenores de su vida sexual, a mi, a su hija de ocho años, contándomelo todo con rabia tras su
divorcio. Y me vi a mi y sentí asco, y dije no, no, no, no, no quiero, y forcejeé y cerré las piernas y lo empujé y traté de librarme, porque de un segundo a otro, psicológicamente me había bloqueado, y aquel sí implícito, tácito, rotundo por el cual me había puesto la lencería más sexy que había podido caer en mis manos, se convirtió entonces en un no absoluto. Sin embargo, para él era sólo un juego, uno en el que me sacaba ventaja porque sabía qué hacer y el cual seguro había jugado un montón de veces, era un juego de resistencia en el que la putita dice no y toca forzarla porque sabe que le gusta, sabe que necesitas someterla y usar su fuerza, y sabe que no son sus 80 kg frente a los 50, ni sus músculos, ni sus muslos fuertes abriéndole las piernas. Lo que en realidad lo hará ganar el juego, es saber que ella se siente débil, saber que tiene a una mariposita entre las manos, saber que puede manipularla, que puede hablarle como a una niña y decir incluso: te va a doler pero te va a gustar, riendo, sabe qué es lo que tiene qué hacer, cuánta fuerza imprimir para lastimarla sin romperla, para herirla pero sólo un poco.
Y entonces yo también lo supe, no tenía experiencia, pero en el juego como en todo se necesita intuición e instinto, incluso supe que ese día iba a perder y dejé de luchar y dejé de resistirme, y empecé a pensar que sólo quería que terminara pronto, comencé a pensar en qué podría hacer para ayudar a acabara y después inicié a sentir y me olvidé del tiempo y comenzó a gustarme.
A él lo vi varias veces más, seguimos saliendo durante meses, me enseñó qué debía hacer. Me trataba, y aun más desde ese día, como a una niña, pon tu piernita aquí y tu mano acá , mientras yo obedecía porque sabía que era un juego que quería seguir jugando y en el que quería ganar. Tal vez por eso la inmensa mayoría de mis orgasmos los he tenido siempre encima suya, esa es otra historia que otro día debo contarte. Sabía que en realidad era un juego de poderes en el que tenía que escalar muchos niveles, sabía que me convenía dejarme llevar, aprender de él, hacerle creer que me estaba utilizando, hacerle creer que yo era esa putita que
había encontrado el camino de la verdad gracias a él, que se había encaminado en la dirección correcta gracias a su tremenda inteligencia. Yo tenía diesisiete años y no era estúpida, supe también perfectamente el día en el que no volvería a verlo, lo presentí y ese día jugué con ansia, con rabia y con astucia, como venía aprendiendo ya a jugar el juego.
Y aprendí que me gustan los perdedores, los tiernos, los que sí pueden llorar, los que abrazan, los que no tienen miedo de besar, los que se quedan a dormir contigo, a los que les cuesta abrirse. Porque aprendí que todos tenemos dificultades en el juego, uno que muchas veces va mal, hasta aprendí que todos querían tenerla grande, y aunque nunca volví a sentirme forzada por nadie a nada, descubrí que a muchos les gusta sentirse ganadores, les gusta llamarte perra, darte duro, tomarte del cuello, darte de nalgadas, y entendí que ellos eran los jugadores realmente vulnerables, a los que podías hacer creer que tenían razón, a los que podía mentir, a los que puedes superar, a los que sueltas, a los que en verdad les atemorizabas, y así empecé a jugar conmigo, a aceptarme, a reírme de mi y de este absurdo nivel de juego qué te enseña a medirte por el tamaño de tu verga o de tus pechos. Un juego si, un poco estúpido, lúdico al fin, divertido como todos.


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