sábado, 2 de febrero de 2019

A mí tampoco me pasó nada


Del diario de una gata-perra
Febrero 2019


A mí tampoco me pasó nada. Pero recuerdo que tenía unos cinco años y estaba jugando con un tío cuando de repente me tiró sobre la cama, beso mi cuello y mi cara, restregó sus genitales sobre mi cuerpo. Recuerdo la sensación, sentía la cara muy caliente y roja, como aún me pasa cuando a veces hablo en público y siento que demasiadas personas están mirándome; Vergüenza. Supongo que lo que sentía era vergüenza.
Mi madre estaba en la habitación de al lado, en la cocina. No sé exactamente que vio al entrar, pero me sacó del cuarto y me hizo prometerle que nunca más estaría con él a solas, que nunca más jugaría con él. En efecto, esa fue la última vez que eso ocurrió, porque a fin de cuentas yo era una niña obediente y buena, que nunca se olvidó de lo que había prometido, y que nunca, ninguna noche, olvidó ponerle el cerrojo a su puerta. Bloquee el recuerdo durante mucho tiempo pero me acostumbré al miedo, ese que mi madre también había sentido cuando me contó que a los quince años un tío trató de abusar de ella. A ella nadie le creyó. Por el contrario, a mí no me pasó nada, gracias a ella, gracias a la continua alerta en la que me mantuve desde los cinco años. Después lo recordé de pronto y me pregunté si será que habría ocurrido más veces, antes, pero mi memoria permanecía oscura como el interior profundo de un lago. Incluso me pregunté si no sería un recuerdo falso, mi razón lo bloqueaba a pesar de que mi cuerpo recordaba la sensación exacta, quemándome la cara de vergüenza.
A mí tampoco me pasó nada, pero cuando tenía nueve años mi papá me sentó sobre sus rodillas  y comenzó a decirme que era -una niña muy guapa. Metió sus dedos en mi boca, colocaba sus dedos pulgares de forma extraña hacía mi paladar. Sentí una sensación rara. Un conejo asustado me saltaba dentro en el pecho. Corrí hacía la cocina y me quedé con mi abuela el resto de la tarde.
A mí tampoco me paso nada. Pero ese noviembre tenía unos quince años. Me encanta noviembre, sus altares, sus fiestas, los disfraces, mi cumpleaños. Aun era media tarde. Llegamos borrachos a la casa de mi amigo, él ya estaba bastante mal. Al llegar vimos que su hermano mayor estaba cotorreando con unos cuates. Sentí un ambiente bastante extraño, los sucesos son confusos, sólo sé que de repente me preguntó si me gustaba que me dieran por el culo. Los otros chicos se rieron mucho. Yo aun era virgen, tenía quince años. El porno a mí no me había educado así que ni siquiera me percaté de lo típico y ordinario que podía ser su comentario. Sólo sé que me enojé, me enojé muchísimo y tiré de un manotazo todo lo que estaba a mi alcance, recuerdo unas revistas y unos discos colocados sobre una repisa. Vi las cajas quebrarse. Yo odiaba que se rompieran las esquinas de las tapas porque luego los discos ya no podían cerrarse. Salí y me encerré con llave en el cuarto de mi amigo, el seguía bastante mal, me quedé unas horas ahí y estuve ayudándolo a vomitar.
Su hermano mayor era amigo de todos en el pueblo. A mí después de ese episodio siempre me dio asco. Se murió años más tarde ya en una permanente sobredosis alcohólica y con el cuerpo entumecido de solventes.
Recuerdo que una amiga me dijo unos días después que lo había escuchado decir en una fiesta, que él con algunos de sus cuates me habían cogido por turnos, penetrándome por todos lados. Me dijo que no lo creyó, ella era una amiga cercana y sabía que yo ni siquiera era sexualmente activa. Me contó, para que lo supiera, me dijo que todos sabían que eran unos pendejos, que no les hiciera caso y que lo bueno es -que no me había pasado nada-.
Esa no fue la única vez que eso pasó recuerdo perfectamente a otros dos tipos, con los que apenas había cruzado un reglamentario -hola- que dijeron casi exactamente lo mismo. Recuerdo que también escuché que inventaron cosas, justo de esa amiga que me había contado, pero al fin de cuentas eso era lo de menos, en términos reales nada había pasado y esos solo eran discursos de adolescentes tontos.
La virginidad me seguía pesando. Y entonces por fin pasó algo, yo era rolliza y tenía 17 años, él tenía 25, una moto y era bisexual. Me parecía hermoso. Yo quería que ocurriera, lo deseaba. Pero en ese momento fue un –no- rotundo, pensé y oí la voz de mi padre diciéndome que mi mamá era una puta, que no era virgen cuando la conoció, que tuvo un aborto voluntario, diciéndome, bombardeándome... Me sequé, me cerré, luché, y cuando vi que no era un juego dejé de resistir y hasta pensé en qué podía hacer para que terminara todo más rápido. Al día siguiente tenía las piernas llenas de moretones. Por supuesto, eso no tuvo nada que ver con una violación; Claro que siguió ocurriendo, porque el chico me gustaba mucho, porque ya no tenía qué perder. Incluso fui perdiendo el miedo y me solté porque con él estaba aprendiendo mucho.
El cuerpo tiene memoria. Y lo que nos termina de matar es el silencio. Si nuestro nido es un lugar peligroso en el que para sobrevivir hay que naturalizar el miedo, las familias que luego vamos tejiendo, pueden volverse también mecanismos de silenciamiento.
Lo bueno es que yo he sabido poner límites, porque tampoco me ha pasado nada cuando amigos muy cercanos, compas- todos con parejas o novias- , se pasan un poquito de copas y sin que yo haya dado un sólo un indicio, se sienten con el derecho de besarme o de manosearme. Lo bueno es que se parar, y controlarme, y decir de una buena manera –te lo agradezco, pero no- para no terminar con malos rollos.
Si algo me molesta es el victimismo, por eso prefiero decir que a mí tampoco me paso nada.  Y porque socialmente nada es grave –no pasa nada- no te pasa nada, hasta que no apareces violada, y/o bañada en sangre, quemada, cubierta de ácido, dislocada, mutilada, cortada, dañada, hecha pedacitos en unas bolsas o sencillamente, un día ya no apareces.
Lo que pasó, no es nada, pero me ha hecho fuerte. Por eso camino de noche con las manos empuñadas. En una el gas pimienta, abierto, listo. En la otra, las llaves de casa y del coche, con las puntas de las llaves colocadas hacia arriba, puestas en medio de los nudillos. Ayuda también poner cara de perra, de perra loca, perra rabiosa, perra en celo, defendiéndose. Camino y pienso: si se me acerca lo tumbo, -si se me acerca lo tumbo-. Nunca en la calle he sufrido un ataque sexual. Soy afortunada. Camino alerta, soy pequeña pero ya no me siento débil. Camino con seguridad y hasta con rabia, ya he transitado del perfil de víctima.
Los cuerpos tienen memoria; por eso ahora me cuesta abrirme, por eso a la rabia la precede la culpa. Por eso ahora me toca barrer toda presencia de personas que me hubiera gustado que se quedaran, porque me digo en voz alta que sólo saco la basura, cuando en realidad la basura también está aquí adentro, ha manchado las paredes, y a veces me pregunto si me equivoco, a veces todo es confuso, y surge niebla, miedo, asco y patrones de transferencia. Y todo resulta aún más inquietante cuando por lo bajo pienso (no sea que alguien escuche siquiera el sonido de ese pensamiento): como me gustaría que te quedaras.
Por eso digo de nuevo que no me pasó nada, porque me niego a ser otra vez la víctima y porque no me gusta saberme en desventaja. Focalizo la parálisis en la indefensión programada.
Los cuerpos que históricamente se han dibujado indefensos son los de las mujeres. En el imaginario social los niños no tienen “sexo”, son seres neutros, y por lo tanto seres indefensos por igual. Pero desde la adolescencia son sólo los cuerpos de las mujeres y los cuerpos de hombres “feminizados”, sólo aquellos que por sus características físicas se parezcan más a un cuerpo “femenino”, los que serán objetos, “cosas” con las que se puede jugar siendo más o menos violentos. Son los cuerpos sobre los que puedes ejercer dominio en escalas múltiples, variadas, porque a fin de cuentas sólo somos nosotras las que vivimos con miedo pero –no pasa nada-, vivimos para contarla. Somos nosotras las que aparecemos muertas, si es que aparecemos y somos nosotras las que desaparecen, así, sin que siga pasando nada.

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