Mariana se dirige hacia la tienda. Habitualmente olvida
comprar suficiente leche, podría olvidársele cualquier otra cosa, sin embargo, olvida
anotar justo eso en la lista de la compra. Después de trabajar durante doce horas y de estar
parada por lo menos diez en la tienda de ropa; de ocho de la mañana a ocho de la noche, de lunes a viernes, la última cosa que le apetece
el sábado temprano es salir comprar
leche para el desayuno.
Mara arrastra los pies dos cuadras y gira a la
izquierda. Entra a la tienda, mecánicamente abre la puerta del frigorífico,
reniega mentalmente por cada peso y centavo de más que debe pagar al comprar
las cosas en esta tienda; está convencida de que si recordara todo al anotar la
lista del supermercado, se ahorraría varios miles al año. Coloca con desgana
las monedas sobre el mostrador y agacha la cabeza, sintiendo otra vez la mirada
insistente de la dependienta; debe ser sólo unos años menor, pero cómo puede
ser tan infantil ¿sus padres no le enseñaron que ver fijamente es de mala
educación? sus padres seguramente la enviaron hasta la preparatoria, pero parece
que no le ha servido de mucho; terminó como la mayoría de las chicas de su
edad, haciendo turnos interminables en una franquicia como esta. Maquinalmente
da las gracias, y se maldice por hacerlo, pero se siente aún más incómoda
cuando no lo hace, a pesar de soportar la persistente mirada de la chica.
Mariana es flaca como una vara, se parece a Betsi Gibbons,
su cabello revuelto y de colores se le desparrama por la nuca, cayendo como cascada,
de la improvisada cola de caballo. Siempre se viste igual los fines de semana,
usa su camiseta favorita, tiene la cara de Pattie Smith dibujada en la espalda,
es tan vieja que se transparenta un poco, ¿de veras es tan raro que no use
sujetador?
Nada más abrir la puerta se encuentra con un par de
sobres, antes de recogerlos ya sabe de qué se tratan, uno es su estado de
cuenta, aun sin abrirlo puede ver la gráfica de pastel en color rojo, mostrando
el porcentaje de crecimiento del 0.1% de sus miserables ahorros. La otra es una
postal de color verde que dice en la portada: Vive el momento presente porque tu futuro siempre depende de él, al
reverso, con una pésima caligrafía, dice: Que
Dios te bendiga siempre. Papá.
Mara coloca la postal sobre la mesa, recargada en la
caja de cereal, como su interlocutora, y saborea una a una las palabras,
paladea aquellas cosas que le hubiera gustado responder. Un discurso que parece
saberse de memoria, una recapitulación de agravios.
Mi nombre es la primera cosa irónica que apareció en
mi vida. Mi padre esperaba tener un niño y ponerle Mario, por el abuelo. Mi
madre, desde que supo que yo sería niña, insistió en llamarme María, por suerte
no pudo negociarlo.
Pero ella, tonta, insistió durante mi infancia, y a
pesar de no haber logrado su propósito, me llamaba Mary de cariño. Por qué los
nombres tienen diminutivos; por qué no se ahorran el esfuerzo al escribir el
nombre en el acta de nacimiento en vez de ahorrarse el esfuerzo cada vez que
hacen una contracción verbal. Me revienta los tímpanos la creciente tendencia
de acortar siempre las palabras: “pásame el celu”, “obi te quiero” y demás
estupideces similares.
Me dicen Mara, como un oscuro personaje bíblico, no como
Salomé o Lilith, sino como la mujer víctima. Soy la queja de la plañidera que
llora mientras dice “que Dios la ha llenado de amargura”. Mara como el personaje
de la Crucifixión Rosada, esa
trilogía de Henry Miller. Como un demonio tercermundista.
Mira el anillo que cuelga de mi nariz, los aros que
cuelgan de mis cejas, uno, dos, tres, cuatro; mira mis pantalones rotos, el
gancho que sale de mi mejilla izquierda, la cadena que nace de la oreja y se
conecta con el piercing al lado de la boca. Mira la tinta azul que adorna mis
pantorrillas y mis brazos, mi pelo de colores; mírame, siéntete en confianza, la
gente lo hace todo el tiempo.
Mi vida está a menudo rodeada de pretensiones. Supongo
que esto le ocurre a todo el mundo, al mundo no, a la gente, la pretensión más
seria es el lenguaje, y bien, ahora pretendo enumerar, contarte algunas de las
situaciones más vergonzosas que han
ocurrido en mi vida. Iba a decir embarazosas ¿te das cuenta de las trampas que nos colocamos?
Creo que todas estas cosas que pensaba platicarte,
irremediablemente se relacionan con una situación que no elegí, pero que
obviamente ha marcado gran parte de mi vida. A menudo me digo: primero soy
persona, después soy individuo y luego soy mujer ¿Qué diría el feminismo de la
interseccionalidad? Porque personas como tú dicen querer a sus hijas aunque sean niñas, son los mismos mochos que a mí me dicen puta y
a él lo llaman macho.
Ser mujer, es la segunda cosa irónica, ridícula, ser
la víctima, la que debe ser, la casta, sumisa, servicial, la bonita, la virgen,
la fértil, la que tiene ese deseo maternal alumbrándole la vida. La que sólo
tiene eso. La que está loca si no entra en el canon de la maternidad, si no busca
reproducir uno a uno los errores, los traumas y los miedos, en un niño, en un
nuevo reflejo de la ausencia, en una figura invertida.
Te acuerdas que mamá era como un fantasma. Volvió a trabajar cuando yo tenía cinco años,
esto coincidió con mi entrada a la primaria, para entonces ya dormía en mi propia
cama, ya era una niña grande, aunque de veras
me sentía pequeña y frágil. Odiaba que ya
no me preparara el desayuno, que no me peinara, ni me ayudase a abrocharme la
chaqueta, que no me llevara hasta el salón de clases. Entonces comencé a
orinarme frecuentemente por las noches. Recuerdo que soñaba baldosas blancas y
que me encontraba sentada sobre la taza del váter, sin embargo, tenían que
pasar varias horas para que el líquido frío me despertara y me hiciera
descubrir, una vez más, que la experiencia en el baño sólo había sido un sueño.
La abuela tiene incontinencia, aunque la operaron por
ello, hace años. Desde ese episodio de mi infancia, creo que tengo algo parecido, pero
nunca quisieron llevarme al ginecólogo, dijeron que era muy chiquita y, aún hoy,
me persigue la obsesión de orinar cinco o seis veces antes de salir de casa,
para evitar los accidentes que me ocurrieron a los ocho, a los diez y a los
doce.
Creo que el problema, en realidad, es que no me
enseñaron a reconciliarme con mi útero, a nombrarme, a aceptar los labios oscuros
y asimétricos de mi vulva, mi color
encarnizado, mi olor salobre.
A ver Mara, piensa un poco, recuerdas perfectamente
que menstruaste por primera vez cuando tenías nueve años, recuerdas el dolor en
el vientre y el susto a pesar de que sabías qué era lo que pasaba. Pero piensa, ¿cuándo te masturbaste por
primera vez? un recuerdo tan placentero te evoca tan poco, probablemente
tendrías diez años, te encantaba el actor de esa película y te acariciabas
pensando en él frecuentemente.
No sabes si el himen es etéreo, transparente, blanco o
dorado, pero sí sabes que esa noche el calor que sentías era más grande, de
repente sentiste dolor y paraste. Un dolor más agudo que el de cuando te caíste
sentada de un árbol y lloraste, y la abuela dijo: “la niña ya se nos
desgració”.
No hubo rastro
de sangre ni de ninguna culpa, desde entonces ha sido una de tus prácticas
favoritas, a veces monótona. En la secundaria, te masturbabas cinco o seis
veces por día; en ocasiones, lo haces dos y otras sólo un par de veces por
semana. Durante varios periodos de la vida lo has hecho de manera mecánica, aunque placentera, a menudo tan sólo
para poder dormir.
En mi vida de chica posmoderna, como parte de la generación
“Z”, nacida a finales de los noventa, hay un montón de cosas que no entiendo. A
veces creo que me he pegado el viaje
padre y he aparecido en mitad de la edad media, como cuando pienso en quién
inventó el mito de que las mujeres no suelen masturbarse; alguien tan ignorante
como tú, y seguramente, el mismo idiota que dijo lo del pelo en la mano.
Ahora recuerdo como odiaba las veces en que había salido
de ducharme y me sentaba un rato, inspirada, para tocarme. La abuela llamaba
insistentemente o de plano abría la puerta, ¡la de veces que estuvo a punto de
pillarme!..
La abuela, que también me revisaba los calzones. Recuerdo
que me daba vergüenza porque siempre me
mojaba; la abuela se encontraba con manchas blancas que delataban mi excitación
absurda, irrefrenable, misteriosa; en esa época de púber, me excitaba cualquier
cosa… Vergüenza le debería haber dado a ella, y en fin… vuelves a caer en el
juego de la culpa sin recordar que es como
la mordida de un perro en una piedra.
Pienso también en aquel episodio, cuando me fui a estudiar arte a la universidad, en una ciudad cercana,
ubicada a un par de horas. Cerré la
habitación con llave y atranqué
la puerta. Sabía que mi compañera de cuarto, mojigata, y con sólo un par de
días en la pensión, no regresaría hasta la tarde. Pero regresó mucho más
temprano y me encontró sobre la cama, leyendo un cuento erótico en el ordenador
y en una postura comprometedora.
Mara, le ofreciste mil disculpas, pero se asustó tanto
que se cambió de cuarto, al día siguiente. En la pensión, circulaban sobre ti
los rumores más absurdos; fue otra chica, Marcela, quien te aconsejó que mejor te cambiaras de casa,
porque la dueña estaba añadiendo una cola interminable de detalles al relato.
Mi cuerpo es mío, déjame en paz, sólo yo sé cómo me
gusta, a qué hora, con quién. Sé qué me gusta compartir, cómo llenarme, ¿tú qué
sabes?, con tus ideas mochas, con tu genealogía de mujeres vestidas de blanco,
vestidas de luto, de largo, de mantilla y de rebozo ¡chale, estamos en el siglo
veintiuno! ¿Tú en qué año te perdiste?
El placer, la
ablación, la edad media, el misionero… parece que no vivo en el dos mil quince
sino en el siglo dieciséis. Cada vez que piso una sala de hospital, escucho
aquellos fríos relatos de cómo las mujeres paren hijos sin haber gozado y en la
única postura permitida. Las mismas
mujeres a las que tú aplicarías tu censura. Tu único recurso.
Mira, papá ¿todavía te puedo decir así, verdad? hace
años que no digo esa palabra, hace años que no pensaba ni siquiera en todo el
odio. Años en los que dejé de cuestionarme, en que me cansé de sentir culpa a
pesar de la sarta de recriminaciones. Todo se enfría, hasta la cena más
caliente.
¿Te acuerdas de la prueba de embarazo? la envolví bien
en papel periódico, no sabía que ustedes me revisaban la basura; esa fue una de
las últimas veces que te vi, cuando te dije que de haber resultado positiva
habría abortado. Si me esfuerzo aún puedo ver tus ojos saltones, tu rostro
verde, como si estuvieras a punto de vomitar. A mí también me pasaron en la
secundaria ese video donde sacan al feto con fórceps, donde tiran los pedazos a
la taza del váter, la diferencia es que tú te la creíste, tú antepones el
derecho del feto al derecho de la madre.
Mírame bien, vas a ver que tengo cara de loca. No soy
una buena mujer, no sé bien lo que es eso, pero no imagino que algo de la definición
me guste. Sólo una vez más te lo voy a decir para ver si te quede claro. No
quiero hijos. No te espantes, no es tan grave lo que acabo de decirte. Mi vida
la construyo yo y no te estoy preguntando si te gusta, no te pregunté tampoco
cuando decidí tatuarme, cuando decidí besar a un hombre, cuando decidí besar a
una mujer, cuando decidí acostarme con uno o dos, o tres o mil. Ya te dije, mi
cuerpo es mío, mi primer territorio y mi primera posesión.
No me importa tu idea sobre el aborto, no me importan
tus juicios de valor, ya no me hacen daño tus palabras ni lo hiriente que
fuiste luego de separarte de mi madre. Debes saber que aquí fallaste, no me da
miedo la libertad ni el sexo, ni descubrir que tengo un sinfín de
posibilidades, pensarme queer, insostenible, loca y puta. No me molesta
pensarme de esa forma.
Ya no me siento víctima, no me importan tus supuestos
privilegios, a mí no me da miedo salir sola, ni siquiera a las dos de la mañana,
porque sé cuidarme como tú nunca lo hiciste. Conozco las rutas seguras para
llegar a casa, pero, sobretodo, para estar a salvo de mí misma. Esta soy yo, mi
cuerpo, mi cara, mis nalgas, mis ganas, mi hambre. Quizás en un par de siglos, agarres por fin la onda y
veas que no está chido decir que “se ve
mal que las mujeres fumen”. ¡Tu presencia me caga tanto como un disco de los
Beatles! De verdad, lo dejemos pa´ otro
día, luego te explico, va a estar difícil. Tanto catolicismo te robó, por lo menos,
cinco siglos de historia.
No regreses, no vas a ser abuelo. ¡Vete, déjame! Yo no
voy a arriesgarme como mi madre, a tener una hija para que su padre la toque.
Sabes que ese es el motivo principal, no hay vuelta de hoja. ¡Lárgate¡ Siempre
huyes al escuchar estas palabras.
Fotografía de la web
orquidea psicopata

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