El
puente,
una
noche de hospital
Tantos
proyectos falsos, tanta acumulación de porquería fecal. Y la vocecita que me dice a gritos: te juro que no
vas a salir de ésta. Voy a morirme envenenada como un gato, o a cortarme las
venas en el baño, donde todo es más
fácil de limpiar. Cuando me muera nadie va a decir: ¡qué buena era!, dirán: no
tuvo dinero para comprarse un arma, ni los huevos para pegarse un tiro. Cuando
muera, cuando me muera. Cuando me vaya reventada como una llanta, llena de
heridas de estilete, llenita de
picotazos, pinchada, desbaratada, igualita a un queso gruyere. Cuando me largue nadie dirá
nada. Mamá es fuerte y puede sobrevivir a esto. Nadie me extrañará, ni siquiera ella, nunca
hemos estado realmente juntas. Estoy más sola que la luna. Mi cuerpo pesa. Mis
oídos parecen a punto de estallar, el espejo, el cuchillo, y la voz sardónica
diciendo: ya te digo que de ésta no sales, reina.
Llegar, llegar y parecía que no llegaba, sus piernas
eran como de atole. Las luces de los carros la obligaban a entrecerrar los ojos, le ardía la cara restirada bajo la costra de lágrimas
y mocos. En qué momento empezó a sentir este miedo irracional. Salió a la calle sin pensar
en nada, buscó a tientas sobre el tocador, tomó las llaves y una moneda de diez
pesos, que resplandecía en el bolsillo de su pantalón, representaba un viaje entre
la vida y la muerte.
No recuerda qué pensaba al parar el taxi, lo hizo de pronto, impulsivamente, cuando sintió
que no llegaba. Por un momento, pensó que el coche iba a arrollarla cuando se
paró bruscamente justo a su lado. Tampoco supo qué pensó el taxista durante el trayecto, o por
qué levantó a esa niña pálida y llorona. ¿Se imaginó que podía morirse en el
camino? De seguro tenía miedo de que vomitara, de que manchara los sillones.
Voy
a morir envenenada, atascada, hinchada de matarratas, aniquilada por una dosis
de seconal; la muerte por barbitúrico es la despedida más digna a mi alcance;
si tuviera una bañera para cortarme las venas despacito, e irme quedando
dormida sobre los pétalos y el agua… Jaja, dos tambos, dos cubetas, no
producirían el mismo efecto ¿o sí?
Parece
que las palabras sobran en situaciones así. Qué podría decirle a mis amigos,
¿Cuáles? Aquí adentro sólo tengo complejos, culpas, y miedos para
repartir. A mis amantes, ja qué chistosa, un adiós a mi dedo índice y al perfume de mi
carne flácida.
El recorrido fue breve, como un camino de luces; sólo
podía ver destellos estridentes
lastimándole los ojos. Le dio la
dirección y le dijo que pagaría al llegar. Ni siquiera le entregó los diez
pesos, el tesoro siguió brillando secretamente desde su bolsillo. Tenía la
lengua pesada y pastosa. Al bajar, corrió con todas sus fuerzas y tocó, como si
en ello se le fuera la vida. Había luz en la planta alta, desde la calle vio las
cortinas rojas, lanzó un par de piedras hacia el balcón y esperó durante unos
minutos que le parecieron eternos. Cuando él abrió la puerta, le pidió el dinero
restante para el taxi. El claxon sonaba incesantemente. Pero el taxista no tocó a la puerta.
Los minutos pasaban mientras él pedía más
explicaciones, qué tienes, cuántas pastillas te tomaste, de qué eran. Había tomado demasiadas, pero probablemente pocas
mortales; cuando las tomó confiaba en que el diazepam pudiera matarla, confiaba
en que ésas veinte fueran suficientes, creía que la amoxicilina le provocaría
una tremenda reacción alérgica, de esas también fueron veinte. Tragó y tragó,
hasta que las pastillas se atoraron y dejaron de bajar por su garganta, el
resto era lo que había en el botiquín, analgésicos y poco más. De repente, él reaccionó y buscó
dinero, salió corriendo, pero el taxi ya se había marchado.
Mi
abuelo también podrá vivir con eso; en realidad, no creo que le importe, la
mayoría del tiempo ni siquiera se da cuenta de que estoy aquí, podrá
sustituirme fácilmente por una botella de cola y su dosis diaria de televisión.
Le dijo que tenía que vomitar, que debía sacar todas
las pastillas. Preparó una soda con bicarbonato, que al principio no funcionó.
Ella siguió llorando y repetía
continuamente que tenía miedo. La envolvió en una sábana blanca, como un
sudario, y le apretó un poco el estómago
hasta que el gas hizo efecto, y vomitó
una pasta blanca, lechosa, con tonos azules. Se había tomado las pastillas casi
sin agua, sólo con un poco de caña, tenía el estómago lleno de excipiente.
Luego tuvo frío y comenzó a temblar, se sintió envuelta en una mortaja, vio su cara borrosa, y ya no supo si era por las
lágrimas o el efecto que le habían provocado las pastillas. Tenía mucho sueño,
un sueño pesado que le estiraba la lengua y los párpados, pero él no dejó que
se durmiera hasta que llamó su madre y llegaron
a recogerla.
Primero la llevaron al psicólogo, así, como estaba, se
sentía deprimida y completamente borracha, tenía un mareo que le picaba las
sienes, un tremendo ardor de ojos; mientras tanto desde ahí llamaron al
consultorio, todos preguntaban si ya había vomitado, lo preguntaban
continuamente, insistentemente. Al llegar al hospital, el médico se burló un
poco; le preguntó si su novio la había dejado, mientras recetaba un lavado de
estómago y un suero para restablecerla durante la noche. El goteo del suero fue
lo último que vio, se sumergió en un sueño pesado, profundo, igual que en esas
noches de pesadilla.
Mami,
confío en que podrás sobrellevarlo, te echaré en falta como seguramente tú me
extrañarás. Ana, como siempre, salió tarde del trabajo, tardó un par de horas en
darse cuenta de que en la habitación contigua, no había luz, ni ruido. Lo siento, sabes que esto es lo mejor para
las dos. Las batallas no siempre tienen que ganarse, ni siquiera tienen que
pelearse, no soy lo suficientemente fuerte. Quiero que me cremes y que me tires
por la taza del váter, sé que te sentirás tentada a quedarte con las cenizas, pero
por favor no las guardes.
Tomó la llave y entró, se encontró con las cajas
vacías y con la libreta llena de garabatos. Sabes
que los suicidas no nos merecemos nada, ni siquiera conmiseración; no gastes ni
un centavo en una misa, sabes que ningún señor me concederá el descanso eterno
y que para mí no lucirá la luz perpetua. En mí no brilla ninguna luz. Buscó
el celular e, intentando mantener la cabeza fría, recorrió todos los números registrados, hasta
que dio con ella. Me siento como el
limonero del patio, enferma, marchita y triste. La mantuvo tomada de la
mano toda la
noche. El suero le producía un efecto parecido al de una descarga
eléctrica, ardía un poco, pero el hormigueo la reconfortaba. Madre, no me pienses, siento tanto haberte jodido este pedazo de vida, no quiero
seguir jodiéndolo todo a mi paso,
estarás mejor sin mí. Permaneció en esa incómoda silla, mientras sus
dedos se volvían cada vez más delgados, la ataban con fuerza, su mano era un
cordón umbilical. Estuvo sin soltarla durante toda la noche, parecía transmitirle energía
líquida, su mano emitía pequeñas descargas. Mi
cuerpo pesa, los ojos arden, mi boca seca. Quema toda la ropa (egoísta hasta en
eso). Tira los discos a la basura y regala todos los libros, y por favor no me
llores. ¿Aún sigo siendo la misma persona?
esta imagen resulta desalentadora. Las cosas fáciles se han terminado para mí, imposible
encontrarlas en la tibieza de este líquido que me envuelve confortablemente.
Aquí no hay un
hueco, en este sitio sólo hay agua y pensamientos grises.
No tengo flores
sobre mi cabeza. Formo parte del disfraz, del decorado, es la cáscara de un
plátano vacío. Es la vida que se me escurre de las manos, en el espejo frente
al grifo y no sé si quiero sujetarla.
¿Por
qué la muerte también tiene que ser triste? esa mano fue el puente que la mantuvo unida a
la vida.
Fotografía de la web
orquidea psicopata

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