Hace sólo un mes que se había encontrado con él y ante
su pregunta había respondido sin vacilar, que era feliz. Hoy, sentada sobre la cama, sintiéndose como
una anciana de 23 años, se daba perfectamente cuenta de que la había mentido o
peor aún de que continuaba queriendo engañarse a sí misma.
A pesar de
todo, quizá la felicidad era un estado de estupidez máxima alcanzable sólo para
espíritus “sencillos”, o tal vez fuera el estado supremo al que llegaban sólo
los iluminados, como fuera, Lydia se encontraba igual que siempre gravitando
despacio, lentamente y permanecía lo suficientemente lejos de esa lejana
galaxia llamada felicidad.
Juan había marcado una etapa importante dentro de su
vida, le había roto la madre, o mejor dicho el corazón y las ilusiones (pero no
el himen). La mayoría de todas las cosas estúpidas que había hecho desde los 13
años hasta los 18, tenían su origen en él. En este ser que hoy le parecía gris,
difuso y que hoy se acercaba a ella con una sonrisa estúpida de borracho.
-¿Te acuerdas de mí?- Le dijo. -Lo ultimo que supe de
ti fue que te fuiste a vivir fuera ¿cómo te fue?, ¿eres feliz?-
Nunca habría esperado oír de él esa pregunta, y no
porque lo considerara tan superficial como para ser capaz de preguntárselo,
sino porque no creía que le importara.
Recordó de pronto todas las borracheras, las veces que
había hecho el ridículo llorando por él en público, se vio acurrucada y sola en
su cama, rezando por que él le tocara la
mano, por que deseara besarla, preguntándose cuál era ese defecto enorme que
hacía que él saliera con la mayoría de las demás chicas de su clase pero no con ella, se vio pidiendo frente al espejo sólo
un poquito se su aceptación. Durante años Lydia ha pensado que ella había sido
una sombra y que él nunca se había percatado de que ella estaba ahí.
Respondió –Sí-, sin titubear, y de inmediato añadió:
Te presento a mi esposo, se dieron la mano y Juan hasta murmuro un: felicidades, entre dientes.
Lo dijo con un orgullo secreto, porque aún permanecía
orgullosa del espécimen que a su lado tendía la mano con el seño fruncido, ese
que desde hace 4 años compartía su cama. Era más alto que Juan, más pálido,
igual de mudo y también músico, una versión mejorada de lo que él había
representado en su vida, con la pequeña diferencia de que él sí la quería.
Ella sonreía
como percatándose de que por primera vez era el centro de su atención, le
preguntó si había terminado su carrera, si
seguía tocando la guitarra, él respondió a todo con respuestas vagas, un
sí y un no alternativos, tenía los ojos incendiados y de repente dijo que se
sentía perdido.
Ni siquiera cuando Lydia lo había invitado a salir y
habían estado durante horas sentados en el frío banco de una plazuela ella lo
había oído con tal ataque de sinceridad y efusividad.
De repente se oyó en el bar una canción de Pearl Jam,
la banda favorita de Juan, la banda que ella idolatró durante un tiempo sólo
porque se lo recordaba, incluso pensó en la vez en la que fue a ver a su casa
la cinta de VHS que el había grabado del concierto que días antes habían venido
a dar a México.
Entonces ella tendría 14 años y era virgen, pero aún
hoy recuerda la excitación que le provocaba estar sentada a su lado, la
vergüenza que sentía preguntándose si él se daba cuenta de su respiración
entrecortada. Pero como siempre ese día Juan ni siquiera le tocó la mano, ni
esa vez ni ninguna otra, todo se quedo en sensaciones, fantasías y deseos
frustrados.
Lo escuchó decir que sí recordaba la canción - Hay
Cosas que nunca se olvidan- añadió, y le preguntó que edad tenía -veintitrés,
dijo Lydia- y el dijo que tenía 28, siempre fueron 5 años, dijo.
De repente Lydia preguntó: -¿Tú pensabas que yo era
rara?- Juan la miro, ella se preguntaba si antes alguna vez lo había hecho,
porque recordaba que su mirada siempre había sido esquiva y que pasaba sobre
ella como si fuera transparente. Él le dijo que no, que nunca había pensado eso
y la abrazó como ella pensó que nunca iba a hacerlo, con ternura y con cariño,
como si todo este tiempo la hubiera apreciado y murmuro: -que seas feliz-igualmente y suerte, le dijo Lydia.
Por un momento se sintió reconciliada con ella misma,
como si pudiera perdonarse por no haber sido lo que él esperaba, y más aún, lo
que ella quería. Sintió calor y una felicidad un tanto estúpida, por ser quien
era, y por estar parada en donde estaba, por las decisiones que había tomado y
por sus cicatrices de guerra.
Se alejó de él, del Juan que nunca había sido suyo, y
le pareció más gris, más desdibujado, más borracho, más perdido y más triste en
la medida que ella se alejaba, lejos, a cinco metros, donde ella podía girar en
su propia orbita y en su propio espacio gravitacional.
Los círculos siempre se cierran.

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