Para qué te voy a decir que no si sí, para qué decirte
que no pasó, que no me duele, que no me acuerdo, si la respuesta siempre es sí.
Preferiría no tener que escribir esto. Quisiera no
tener que acercarme a ti por medio de esta carta, pero probablemente sea lo
único que funcione, porque no solemos hablar de lo que duele, nos conformamos
con las palabras cariñosas, menos hirientes, y con las conversaciones banales
sobre nuestras mascotas, o sobre el precio del tomate y la cebolla, pero, a
veces, decir la verdad también se vuelve necesario.
Conozco la
historia de muchas mujeres, tengo varias amigas que me han contado… Ellas han
enfrentado cara a cara sus demonios; una de ellas me contó una historia acerca
de un cuchillo y de su padre, otra me contó cómo su hermano mayor se metía a su
cama por las noches para tocarle los pechos, cuando tenía once años, y cómo
ella se lo reclamó directamente, justo antes de que él muriera.
Pero esto no se trata de ellas, ni de sus historias, ni
de su forma de afrontarlas, sino de ti y de mí. Quiero ser justa, la imagen que
tengo de ti es tan difusa, tan endeble. No te conozco.
Conozco sólo algunas de tus historias, dónde naciste,
la finca cafetalera donde viviste con tus padres, tu condición de hija mayor. Pero
no conozco tus motivos, algunos de ellos puedo inferirlos, aun con temor a equivocarme.
Si yo hubiera sido tú, también habría querido huir, hubiera querido no sentir culpa
por no cuidar de los hijos que no eran míos.
La verdad es que eras sumamente guapa y te enamoraste de ese hombre; te
llevaba unos cuantos años, pero la distancia que los separaba era más grande, él
tenía veinticinco y era divorciado, ya había tenido hijos y arrastraba un fracaso
matrimonial. Tú me has contado que tenías diecisiete años, pero que todavía te
gustaba jugar con tus hermanos en la calle. Ese fue tu proceso de emancipación,
te casaste con un hombre al que creo que amabas y que probablemente siempre ha
estado loco por ti, y además, de repente tenías dinero para comparte medias,
para comprar ropa o esas zapatillas de colores y de tacones altos que te
pusiste un día para no quitarte más.
Primero vino mi mamá, cuando acababan de casarse. Después
de varios problemas de embarazo y de la muerte de los gemelos, llegó el
segundo, once años más tarde.
Mi madre dice que le pegaban, ustedes dicen que en
esos tiempos ésa era la forma de educar. Parece que mamá guarda para ustedes una mezcla de rencor
y amor, en especial por ti, por esas rivalidades no superadas entre mujeres;
dice que le reprochabas no ser parte de ese canon de belleza que tú representabas,
con tu porte, tu peinado alto, con tus zapatillas y tu figura siempre esbelta,
con el carmín y las ansias de liberarte.
Mi mamá narra mil y un episodios donde especialmente tú
eres la mala, sin embargo, creo que le dieron todo, que hoy mismo ella cuenta
con su apoyo incondicional, y pienso que las relaciones humanas forman figuras
caleidoscópicas, formas complejas donde es difícil diferenciar el dolor del
odio. Pero esta tampoco es la historia de mi madre, ella y tú ya tendrán tiempo
(¿tendrán las ganas?) de arreglar sus diferencias.
Tampoco es la historia de tu segundo hijo, aunque sin
quererlo, probablemente él sea el protagonista principal. Quizá sea mejor
narrar todo de forma cronológica, quizás esa sea la manera más fácil de
explicarlo todo. Olvidé esto durante un tiempo, pensé que lo había soñado, que
había sido sólo una pesadilla ¿pero de qué sirvió negarlo durante veinte años?
Yo tenía entonces tres o cuatro años, tu hijo tal vez
tenía diecisiete, estábamos jugando a las escondidillas. Él me tiró sobre la
cama y comenzó a besarme, a frotar su cuerpo sobre el mío, a acariciarme, está
demás decir qué parte frotaba especialmente.
De repente, entró mamá, y sentí como si me hubiera
despertado, el resto estaba envuelto en
un ambiente soporífero, pero desperté y tuve la sensación de que no era la
primera vez que esto ocurría, pero sí fue la última. Lo que despertó ese día
fue mi memoria, almacenó la escena, aunque intenté borrarla durante años e hice
como si nunca hubiera ocurrido. No se lo dije a nadie.
No sé que vio
mi madre, al parecer fue poco; aun así recuerdo la sensación de incomodidad
cuando nos llevaron a la cocina, a él le dijeron cosas que yo no entendía. Mariana,
abuela, ¿es que de veras no te acuerdas? tú estabas ahí y también me regañaste
porque jugaba de esa forma; discutieron con mamá y te fuiste. Mi madre me hizo
prometerle que nunca volvería a jugar con él, de ninguna manera; cuando era un poco más grande me repitió varias
veces la advertencia, yo sabía a qué se refería por esa sensación de pánico que
sentía cuando él estaba cerca, por mis ganas de gritar cuando por escasos
minutos nos dejaban solos. ¿No te acuerdas? ¿No te dabas cuenta?
Solía quedarme en casa de ustedes, los abuelos, desde
antes de que mis papás se divorciaran, tú le decías que fuera a darme las
buenas noches, yo sentía un miedo seco estrujando mi garganta durante el minuto
eterno que duraba la “despedida”, después siempre tenía pesadillas por las
noches, pensaba seriamente que en la sala había un fantasma, imaginaba que una
sombra se deslizaba desde los marcos de los cuadros y se quedaba esperando
delante del sofá, literalmente acechando. Supongo que a veces el subconsciente
no es tan complicado.
El solía llevarme una bolsa repleta de chucherías, los
fines de semana, en la que nunca faltaban juguetes para armar, la verdad no me aburría
armarlos, pero en mi pecho saltaba una angustia sorda cuando nos dejaban solos, ponía ese pretexto y corría a refugiarme con
el abuelo.
Puede que eso no te parezca suficiente, ¿recuerdas a la hija de Tere, esa amiga de mi madre? la niña que tenía un
retraso de varios años; puede que entonces tuviera once años, pero se
comportaba como de cuatro. Creo que esa fue la única vez que llegó a jugar a la
casa, yo en ese entonces tendría ocho. De repente él llegó de trabajar y entró a
saludarnos, al poco rato yo me levanté para ir a la baño, cuando regresé la
puerta estaba cerrada con llave desde dentro, oí ruidos, jadeos. Me senté afuera pensando en qué podía hacer, pensando en bajar
a contárselos, esperando, a punto de llorar, pero a los pocos minutos se abrió la puerta.
Entonces mi
madre ya se había divorciado y vivíamos con ustedes; nosotras dos dormíamos en
la misma recámara, al lado de la de él. Fue él quien me enseñó el valor de la
constancia, debía cerrar la puerta con llave todo el tiempo, sin excepciones;
si bajaba por un vaso con agua y la puerta se quedaba abierta, siempre
desaparecía dinero; al inicio, mi madre me preguntaba inquisitorialmente, pensando que yo le había
robado, pero también a mí se me perdía el gasto que mi abuelo me daba para la
escuela, los diez pesos diarios que me daba para comprar algo durante el recreo,
que no me gastaba porque llevaba almuerzo y se convertían en mucho más, porque
los ahorraba.
Son incontables las veces que nos robó, el botín era
diverso. Me acuerdo de una vez que mi mamá escondió su aguinaldo, yo nunca supe
dónde se encontraba, pero misteriosamente desapareció, mi mamá estaba
desconsolada, también robó mi dinero una vez, en navidad.
Podría relatar la sensación de desconfianza y asco,
podría describirte cómo odiaba saludarlo el domingo por la mañana, o podría
describirte algunas conversaciones comprometedoras, podría hacer una relatoría
completa de los agravios, pero tú ya los conoces ¿te acuerdas que tomaba trago todas
las malditas noches? no había una sola en la que pudiera dormir del todo bien, sólo
me sentía segura si me resguardaba bajo llave, todo el tiempo.
Mamá entonces ya no vivía en la misma casa. Recuerdo
que él se orinaba y vomitaba en el pasillo que daba hacia mi cuarto, jamás
limpiaba la porquería había que soportarla hasta que esta se desintegraba por
sí sola. Me quejé con ustedes infinitamente, pero sólo reprendían al niño un
par de días. Viví la escena varias veces, reclamos durante el desayuno,
indignación y rabia porque había bajado la guardia y otra vez me había robado, mientras
él lo negaba por lo bajo. Parecía que las cosas en esa casa simplemente se
evaporaban, pero tú al final siempre reponías la cantidad que fuera, varias veces
me negué a recibirte dinero, diciéndote que quería que lo pagase él, porque él me
lo había quitado. Pero ustedes siempre lo justificaban. No era alcoholismo, era
“bebedor social”, el pobre tenía que acompañarte a las fiestas, el pobre tenía
que recogerte de los rezos, y un tequilita no le cae mal a nadie ¿o sí?
Me contaron la historia de que le había faltado oxígeno
al nacer, pero yo lo veía muy listo para algunas cosas y no como al pobrecito
inútil que ustedes pretendían dibujar.
Uno de los periodos más difíciles fue cuando yo estaba
en la prepa y él, borracho, tocaba a mi puerta cada noche, yo abría dos centímetros
la hoja y escuchaba a medias durante diez minutos las idioteces que decía. Te
pedí muchas veces que no tocara, lo reprendiste pero nada funcionó hasta que decidí
dejar de abrir.
La peor noche fue en la que murió la bisabuela; esperábamos
tan sólo la fatídica llamada telefónica; luego de días de agonía, la llamada
llegó a media noche. Escuché cómo sacaban el coche del garaje, después oí como
caían botellas en el cuarto de al lado, lo oí bajar y patear la puerta de la
habitación de ustedes hasta el cansancio, el abuelo ya se había quejado varias
veces de que se le perdieran sumas importantes. Después, subió a mi cuarto y
pateó la puerta de la entrada, yo busqué todo aquello con lo que pudiera
defenderme, tenía un florero a la mano y el palo de una escoba; la puerta no
cedió, pero yo tarde mucho tiempo en poder dormirme, le llamé a mamá pero no
contestó el teléfono, y, por fin, me dormí llorando. Al día siguiente les conté
todo y una vez más le dieron una reprimenda, durante un par de días hubo un
ambiente tenso, después nada. ¿Para qué crees que quería entrar? te lo pregunto
ahora como yo me lo preguntaba aquella noche.
Desde ese día tengo una pesadilla que se repite, aun
cuando ya no vivo en esa casa. Él rompe el cristal de la puerta, mete la mano y
abre para entrar al cuarto. Todas las veces tiene una erección, todas las veces
lo mato, suele ser atravesando su cuerpo a la altura del pene con una varilla
afilada, la varilla atraviesa la carne,
rápido, otras veces le abro la cabeza con cualquier objeto que tenga a la mano,
alguna otra lo decapito, pero jamás dejo que me toqué; amanezco con una
sensación de asco. Insisto, a veces parece que el subconsciente sale a flote, a
pesar de que nunca hablé de esto con nadie durante dos décadas.
Pero tranquila, sabes que aún queda la peor parte,
sabes que fuera de todas nuestras predicciones, él se juntó con una muchacha
durante un tiempo, el suficiente para procrear; a los pocos meses, se
separaron.
Como era de esperarse, el niño desarrolló problemas
afectivos, de lenguaje y una serie de comportamientos extraños que ustedes se
negaron a ver ¿Te acuerdas cuando dijeron que había tocado y besado a un niño de su kínder? ¿Te acuerdas que su
reacción fue la de escandalizarse porque era un niño, no una niña, y su
nieto no podía ser gay? ¿Te acuerdas cuando su madre describió exactamente lo
que había hecho con su hermano más pequeño, cómo frotaba sus labios, su cuerpo,
exactamente igual que él lo había hecho conmigo hace veinte años? ¿De veras no
te hizo recordar, no viste cómo estaban dispuestas todas las luces rojas? ¿No
se activaron tus alarmas?
Entonces yo había sugerido varias veces que el niño no
llegara a dormir, te había dicho que nada tenía qué hacer en esta casa, que no
tenían la custodia compartida, que yo jamás me quedé a dormir en casa de mi
padre después de que ellos se divorciaron. Pero tu respuesta siempre fue la
misma, era distinto porque yo era niña,
y si su hijo también lo fuera “otro gallo cantaría”, pero era su hijo y él tenía todo el derecho como su
padre. Mi madre también te pidió que ellos no se metieran a jugar, escondidos
debajo de las escaleras: “quién sabe qué
madres estarán haciendo”. Podría enumerar cada uno de los indicios, pero
para qué, si las consecuencias ya las sabes, si al fin y al cabo tuvo mil y un momentos
para estar a solas con el niño, todo ese tiempo justificado por el derecho que
tiene un “padre” sobre su hijo.
Tuve la oportunidad de leer el expediente, pude leer
todos los detalles sórdidos; lo que relataba durante el baño, las repetidas
preguntas que hacían al niño sobre si tú estabas enterada, sus repetidas
respuestas de que no, de que nadie sabía nada, de que su papá actuaba así, sólo
cuando estaban a solas.
Yo hubiera podido decir sí, ¿quieres que te describa
los jadeos que escuchaba desde el cuarto? ¿Quieres que te diga cómo se me
erizaba la piel? pero prefería, subirle a la música, no hacer preguntas, no
pensar en mis miedos, no recordar nada ni pensar en las causas por las que yo
vivía bajo sospecha.
Esta es la peor parte. No sabes cómo me pesa la culpa,
no sabes cómo quisiera haberlo denunciado, quizá si no hubiera olvidado esa
pequeña historia durante tanto tiempo, tal vez hubiera podido evitar que se repitiera.
¿Sabes que cuando se destapó toda esta mierda, dos primas también hablaron con
mi madre para contarle que las había tocado? y cuántas fueron las que se
callaron, las que prefirieron olvidar todo, como yo, durante tantos años.
Para ti lo importante del expediente es que no hablaba
de violación, lo importante era que no relataba penetración alguna ¿y de veras
eso importa? A mí lo que me parecía fundamental es que le había destrozado la
vida a Felipe; que una vez más tu hijo, al que tanto quieres y defiendes, le
había jodido la vida a alguien, y, además, a alguien cercano a ti.
Por eso empecé diciendo que no te conozco, diciendo
que crecí contigo como con una madre, que te amo como parte fundamental de mi
escasa familia. Pero la verdad es que no te entiendo, no entiendo cómo la
ceguera ha podido llevarte a tanto. Estoy segura de que no quiero ser madre, yo
no quiero arrancarme los ojos ni quedarme tuerta para facilitarle el trabajo a
mi hijo cuervo. No sé cómo se puede fingir esa ceguera y menos aún, cómo
pudieron quedarse en banca rota con tal de conseguirle un amparo, cómo puede
estar libre después de haber hecho tanto daño, gracias a ustedes, gracias a ti.
No entiendo cómo tuvieron la desfachatez de meter la demanda civil pidiendo la
custodia, y agradezco esa orden de restricción como parte de la resolución
definitiva.
Mariana, no quiero juzgarte, quiero ser justa, conocerte
en todas tus dimensiones. No quiero decir que seas culpable de una sola de sus acciones; pero sí creo que tuvieron la posibilidad de
prevenir, de enmendar, de corregir, de hacer algo, cualquier cosa. Creo que
antepusiste le amor enfermizo por tu hijo-manzanapodrida ante el cuidado de los
otros. ¿No sabes que la fruta podrida extiende su corrupción a las demás?
Justo antes de que pasara todo esto y que nos
enteráramos del caso y de la demanda, llegamos a comer, y una vez más me robó,
me vació el bolso después de darme un
beso de buenas tardes. Nos fuimos rápido porque yo no quise decirles nada, me tragué
las lágrimas una vez más y me fui sin
hacer escándalo. Cuando llegamos a la casa le comenté a mí esposo que la gente
como él sólo tiene dos finales: terminar preso o muerto. Sinceramente, me alegraría
que hubiera sido al menos la primera. Odio el papel de juez, quién soy yo para
señalar, pero la verdad es que lo merecía, merecía estar alejado de cualquier
posibilidad de seguir repartiendo su ponzoña, pero así funciona el sistema
judicial ¿a cuántos tuvieron que comprar? ¿Cuántos miles se gastaron en
mordidas? Cuando él estuvo huyendo, no pregunté nunca dónde estaba, de hecho te
pedí que no nos lo contaras porque no me interesaba y porque no quería sentirme
involucrada, y todavía te indignaste. Siempre has dicho que soy desconsiderada, puede que lo sea, pero me parecía el colmo de
lo hipocresía preguntar por alguien que no sólo no me importa, sino al que me
gustaba saber lejos. Claro, me dolías tú,
Mariana, me dolía ver cómo sufrías, porque tu mundo, él, tu hijo cuervo, tu
hijo perro, estaba lejos.
Esta fue la primera vez que no recibimos al año nuevo
juntos, desde que él regresó me pediste que no llegáramos a ciertas horas, “porque
es tu hijo y no querías que le pusiera malas caras”. Todavía debía seguir
sonriendo como durante estos veinte años, en que no ha hecho nada más que
apuñalarme por la espalda.
Te adoro, abuela; pero ya me cansé, tiro la venda, no
la quiero en los ojos ni como mordaza, por eso te digo aquí algunas de las
cosas que oí y vi. Me doy cuenta de que
esto nos aleja, me siento como una barca que se aleja ineludiblemente de la
playa. Quité la costra para curar esta infección, quiero dejar de matar en
sueños, quiero no sentir culpa por haber callado, por eso ahora te lo repito, te
lo intenté explicar cuando salió el caso y te indignaste, diciendo que cómo era
posible que desconfiara de él de esa forma. No es desconfianza, se llama
certeza, se llama rencor porque nadie tiene derecho a hacer lo que él hizo con
mi cuerpo, se llama rabia porque me hizo sentir culpable todo este tiempo, yo
sólo tenía cuatro años, qué más podía sentir que esa sensación de pena. Pero supongo
que saberlo no te servirá de nada, porque en el fondo creo que siempre has
sabido todas estas cosas, me niego a creer que seas tan ciega, quizá prefieres negarlas. Te juro que no quería decírtelo todo, te juro que no quiero juzgarte, ni que
sientas culpa. Yo no quería que esto pasara y menos que el círculo se cerrara
de esta forma, pero prefiero echar alcohol sobre la herida para curarla, aunque
me arda.
orquidea psicopata

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