Los huesos duelen, duele no tener nada más que ofrecer,
cuánto puede dar de sí esta realidad apagada, esta mentalidad achatada,
colorida e innoble de mi país.
Yo nunca quise engañarte, pero me avergüenzo igual por
todos aquellos que han querido comer de tu mano como perros sin reserva,
barriles sin fondo, como hombres de fe.
Yo no quise engañarte ni engalanar con mieles esto que
tanto conozco, este ardor por nunca llegar al fondo tras el telón ¿Cuál fondo? ¿Existe?
La belleza nunca es inocente y allá están las
orquídeas que se marchitan el suave perfume del zapote, lejano, ausente, y esos
bellos colores que relumbran al principio, no se apagan, pero te acostumbras y
cuando buscas algo de fondo entre su forma te chocas de nuevo contra la nada inmensa,
la nada innata a toda realidad humana y a veces yo también extraño el gris, el
gris metálico de la estación de trenes, el chirrido gris, el piso de motas
grises de los vagones, el gris grasiento del pasamanos, la monotonía cromática
de los edificios, las luces blancas, la nobleza gris, la sinceridad grisácea. ¿Será
que el gris es un color más transparente, que refleja mejor ese color de la
nada cotidiana que esta puta ojerosa y pintada, coloreada de verdes y tan puta,
tan putamente vendida, tan hipócritamente puta? ¿Qué color hay dentro de mí? ¿Basta
para que sea una gota de miel en tu boca cada día? cierra la boca y guárdala
(si acaso existe esa dulzura) apriétala debajo de tu lengua, resiste, no la
dejes ir, a pesar de que duela y de que
yo a veces tenga las pestañas mojadas, sólo quiero permanecer en ti, podemos
huir a cualquier rincón del mundo si te hartas, porque siento que nada me ata más
a la vida que tu mano aferrando la mía, tu mano, mi ombligo del mundo.
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