María Siente el cálido aliento sobre el cuello, la respiración agitada, palpable, la manera en que la que él se pega a su cuerpo, sus piernas la rozan, la acarician, puede sentir su erección entre sus nalgas, y el cosquilleo que su aliento le provoca. Sus labios permanecen muy cerca de su cuello, pero no la tocan. Hurga sus olores, el olor a fruta que emana de su pelo, de su boca, y la transpiración, la agitación, el desorden al que la induce.
Baja del microbús apresuradamente, junto a otros pasajeros, él entre ellos. Una ultima mirada y se ha ido. Camina de prisa, para evitar ser tragada por las entrañas de esta ciudad que intenta devorarla, remitirla a esta realidad atonal, pastosa y sucia. Ha avanzado varias calles, se detiene en la esquina antes de cruzar, y entonces lo descubre, él esta ahí y a su vez la mira, durante un instante sus miradas se tocan, todo parece detenerse, ella sonríe, con un gesto que ella misma no definiría como una sonrisa, el gesto se pierde en la nada, se escurre en el absurdo. El instante se escurre, efímero y frágil, se rompe al estrellarse contra la realidad.
Entonces ella piensa que él la sigue, comienza a desviarse, cruza a la izquierda o a la derecha alternando en cada esquina, efectivamente él parece seguirla. La sombra ha caído sobre ellos, la anoche es un refugio que los sumerge en el vaivén seductor de la oscuridad. María ha entrado sin darse cuenta a un callejón, él se acerca, la toma de la muñeca, la conduce hacia dentro de esa construcción en ruinas, de esta obra inhabitable, inacabada. Ella se estremece ante el contacto de esa mano tibia y húmeda, él la estrecha contra sí, bebe de esa boca fresca, le levanta la falda y acaricia esa otra humedad palpitante, oscuramente dulce. Su lengua se funde, se enraíza, sus manos se pierden en esa geografía inexplorada, acaricia sus piernas por debajo de la ropa, la aprieta con urgencia, con ansia. Ella se arrodilla e introduce el sexo de él en la humedad de sus labios, su lengua se vuelve una caricia prolongada e interminable. Se tumban sobre el piso, la penetra de golpe, haciendo solamente a un lado el diminuta lienzo que cubre el centro de su ser. Su boca emite un grito ahogado, hunde sus dientes sobre su cuello, se sumerge en ella, en la salinidad de su piel, en su sonido de mar. Ella cierra los ojos, se deja llevar por el ritmo incesante de ese extraño, sensaciones se arremolinan en su mente, se dibuja en su mente un cálido vacío, un ruido telúrico, un asalto final… luego el silencio, luego la mano del extraño la invita a pararse. Camina junto a ella durante un rato, luego se pierde en la oscuridad.
María aún tiene la sensación de sus dedos en sus manos, la textura de su lengua jugando sobre su vientre, la temperatura de su piel, la yema de sus dedos acariciando sus pezones, su olor macerado sobre la piel. Lo busca, pero el sueño se diluye, el vacío ocupa una nueva inexistencia, deja un sabor acre en el corazón y la boca, y ella se pierde en la soledad de la calle, envuelta en la mirada de la noche. Sola, interminablemente sola.
orquidea psicopata
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